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La Escuela
Escuela de la Orientación Lacaniana

Judith Miller, Tierra de mujeres
François Leguil

Hay en Tierra de hombres media página que me ha venido a la memoria el pasado sábado por la noche, mientras hablaba de Judith Miller, de su desaparición, con Matthieu Ardin, director del Instituto francés de Kiev, en Ucrania.

Creo que no he vuelto a leer a Saint-Exupéry desde el Instituto -salvo en Lyon, su patria, muy recientemente. Siendo adolescentes como yo, muchos camaradas lo ignoraban ya, pensando que podían bromear con una pretendida grandilocuencia sentenciosa. Por mi parte, yo lo devoraba y hoy no manifiesto por eso un pudor incómodo, a pesar de estar prevenido por mis lecturas de Freud y de Lacan contra la ilusión de las fraternidades demasiado sonadas. La ilusión no rompe el arrebato de poesía que alimenta el gusto por el lazo social. ¿Quién dudaría aquí de que Judith Miller tenía ese gusto?

Nunca olvidada, me parecía, la media página describe la acción de un cualquiera, de un transeúnte cuando interviene en un siniestro logrando un rescate arriesgado. Consumada la proeza, el individuo abandona la escena del drama, reemprende su camino, se va tan anónimo como antes, sin mayor consideración por su valor solitario. Un acto de heroísmo común en suma, acompañado por la discreción de la santidad.

De regreso a París, quiero verificar, redescubrir más bien, las frases exactas de Saint Ex. Rebusco en vano y no encuentro nada en una primera lectura. En la segunda, poco más, a pesar de ser minuciosa y recomenzada línea a línea. No me considero sin embargo con las manos vacías, extrayendo esto de todos modos: "Los camaradas, uno a uno, dejan de estar con nosotros. Y con nuestros duelos se mezcla a partir de ahora el lamento secreto de envejecer".

Pero nada de la página pretendida, del hallazgo deseado. ¿Me he equivocado de título? ¿Había que rastrear en Vuelo de noche o Piloto de guerra? No se ve bien porqué, aunque el recuerdo de las acciones de Judith Miller resonaría con la evocación de una travesía de los peligros. ¿Estaba en la Carta a un rehén? Sé que no. ¿En el profundo y magnífico revoltijo, interminable de Ciudadela? No me doy tiempo para volver sobre ella.

¿He "inventado" este recuerdo de lectura? Sin duda. Recuerdo falso, pero retorno verdadero, cuando me atrae en Kiev y me atrapa mientras hablamos de Judith Miller. No es complicado entender la razón.

Nuestros colegas del Campo freudiano me cuentan la historia de sus venidas al Este europeo y elaboran la lista sorprendentemente amplia de sus iniciativas. Con sede en Moscú antes de Ucrania, Matthieu Ardin me da detalles, el vigor repetido, un calor contagioso, la naturaleza de sus contactos, una tenacidad constante. Todo eso lo sé. Pero no sé sin embargo cómo se sienten los acontecimientos, cuando te desplazas al lugar mismo donde se han desplegado. Daniel Roy me había avisado de la posibilidad de estas emociones, todas en el intento de una reconstrucción de las cosas, lo más opuesto a las vibraciones deseadas en la fabricación de un peregrinaje artificial.

Me ha aparecido entonces la evidencia admirable de una acción tan prolongada, y grande en tanto que tan larga; aumentada para siempre por la firmeza de su desarrollo continuo.

Adivino que mi falso recuerdo de lectura traspone y condensa, de un modo ciertamente romántico, la tonalidad tanto como la gravedad de los relatos que me han hecho. Me indica el nivel de una conciencia -la mía- finalmente deslumbrada. Me narra, con Judith Miller, el valor y el desprecio de la vanagloria, el beneficio público y la indiferencia hacia los famosos, la abnegación y entrega a los demás, después la concentración de uno mismo en una humildad asumida tras la acción compartida.

Mucho antes de la labor en el Este, lo siniestro de mi recuerdo felizmente equivocado, reenvía también a la conmoción en la casa de los psicoanalistas, en el momento en que Lacan se apagaba. Agradecidos, mirábamos a aquéllos que, por el gesto y el discurso, formaban la defensa en torno al anciano. Judith Miller no se mantenía solamente al lado de su padre. Por su compromiso visible en proyectos madurados mucho tiempo atrás, explicaba que la piedad era de escasa ayuda, si no se ponía al servicio de una ambición sin límites, la de una difusión de una enseñanza enemiga del malthusianismo de las élites.

Avancemos sin temor a los burlones; había algo de soldado en ella: pero de un soldado que detestaba la uniformidad de las apariencias, tanto como de las falsedades de las autoridades injustificadas: una mezcla de sensibilidades libertarias, de espíritu de disciplina, con la idea del bien común. Quien no había comprendido la utilidad de las distinciones pascalianas de las magnitudes establecidas con las naturales, la percibía claramente de su lado.

Estas comparaciones no son viriles, porque el asunto se concibe aún más fácilmente en femenino. Quién de entre nosotros no tendrá suficiente sentido común para no admitir que no cabe imaginar una tierra de hombres, si no es primero una tierra de mujeres. Precediendo a menudo las mutaciones bienvenidas de la época, a pesar de las modas, o confirmándolas por el encanto de su lucidez, por la precisión de sus construcciones -duras y severas a veces, de la misma manera que la intransigencia de sus pasiones- Judith Miller hacía la demostración de ello en la causa analítica, que era la suya, en la causa freudiana que debía tanto a Lacan, en su vida de luchas, más tranquilas de lo que parecía, junto a las luchas de su marido.

Judith Miller o Tierra de mujeres.

 
Traducción, Fe Lacruz