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Curso del miércoles 14 de noviembre de 2007

(JAM solicita que la asistencia se distribuya en la sala de manera tal que él no tenga que forzar la voz, mientras verifica por su parte que los micrófonos funcionen correctamente).

Querría este año, para dar comienzo a este Curso, dejar correr un poco de aire fresco, para despejar los olores de agua estancada, las exhalaciones malsanas que contaminan la atmósfera.

Como esta vez puedo hacerlo a título confidencial, les diré que el aire me importa mucho. Precisamente por esa razón elegí como emblema del Campo Freudiano, la figura mítica de un Eolo de Dürer, una figura que sopla, ¡fuuuu!, es el viento que desaloja los malos olores y el viento que hincha las velas.

Si quieren verificar el valor que puede tomar esta expresión de "gonfler les voiles" –inflar, henchir las velas–, consulten el comentario de Lacan acerca de El Banquete en el Libro VII del Seminario; me evitarán así superar los límites del pudor.

El aire tiene mucha importancia para mí, teniendo en cuenta mi patronímico: Miller; es la razón por la cual, además, mi estilo de escritura no llega a ser clásico, pese a mis preferencias personales. Es preciso que adopte todos los estilos a la vez, sucesivamente, porque tengo Mille airs.

Veamos entonces aquí cómo logro que corra un poco de aire. En estos tiempos que son los nuestros, me decía –tal la frase que me fue acordada para comenzar, "en los tiempos que corren"…– y allí ya hago una pausa.

En efecto, es preciso saber correr y saber hacer una pausa. Por lo demás, en el transcurso de mi semana, este Curso, esta enseñanza, es mi pausa. Es algo que se dispone de esta manera, estoy aquí para reposarme, para refrescarme.

Hacer una pausa es muy importante, especialmente para un psicoanalista. Hacer una pausa no equivale a reposarse. Se hace una pausa, uno debe hacer una pausa como psicoanalista para no dejarse sugestionar, tal la esencia de la posición del analista, al menos como la concibo o la defino, a partir de lo que llego a captar de ella. Se trata de no dejarse arrastrar, precisamente cuando algo (ça) va muy rápido.

Un cierto número de ustedes están al corriente de que, en ciertos aspectos, estos días algo va muy rápido. Yo mismo voy muy rápido.

¡¿Yo mismo?! Yo mismo en tanto que, por el momento, logro concentrar en mi accionar las fuerzas considerables, extendidas, de lo que se da en llamar Campo Freudiano; voy muy rápido, me cuesta incluso darme alcance, puesto que hoy en día bastan tres "clicks" para enviar un significante a través del universo.

Es precisamente cuando esto ocurre que es preciso no dejarse sugestionar, no dejarse arrastrar. En el fondo, es preciso hacer la pausa al mismo tiempo que uno va muy rápido.

Se trata de algo similar a lo que ocurre con los tifones, creo; en fin, no tuve tiempo de estudiar detalladamente los diferentes tipos de perturbaciones atmosféricas para esta mañana. Pero en lo que hace a los tifones –o quizá se trate de los huracanes, es lo mismo, si bien son dos palabras diferentes…– o bien, si ustedes están más al tanto, ¿cuál es la perturbación atmosférica en la que hay un ojo precisamente en el centro? Sí, se trata siempre del tifón, en todas partes, todo el tiempo.

Así, cuando se intenta desencadenar un tifón, es preciso que uno mismo se ubique en el ojo, en ese centro muy tranquilo, muy sereno. Algo que resulta arduo cuando uno es tirado de la brida con voces de mando en sentido contrario, pero por eso mismo resulta tanto más esencial. Y es esencial en la práctica del analista, donde el movimiento natural es el de quedar hipnotizado por el analisante, por su discurso; resultar hipnotizado insidiosamente. Eso que se llama "posición del analista", supone estar en el ojo.

De modo que no imaginé un solo instante suspender este Curso por causa de una huelga que ofrece la ventaja de vaciar las calles, lo que me permitió llegar desde mi casa en un tiempo record y dirigirme en la fecha a un auditorio de elite, al que saludo y agradezco, y me permite entonces hacer en público mi pausa de la semana.

Volvamos a esa frase que me fue inspirada como para un poema: en los tiempos que corren.

Es cierto que los tiempos corren más que nunca y resulta muy divertido que esta impresión –y no debo ser el único en registrarla... ¿O sí? ¿También corre para ustedes? – tenga un fundamento científico. ¡Esto es lo mejor de todo!

Gracias al hecho que en estos tiempos hago un diario, cuya periodicidad se acelera más que de costumbre, me encuentro muy a gusto; les diré que realizo así un sueño de infancia, de ahí que me sienta tan cómodo. Nunca pensé de chico en llegar a ser psicoanalista; por lo demás, hasta el día de hoy no es posible encontrar ningún chico cuyo sueño sea ése, ni siquiera entre los hijos de los psicoanalistas. Bombero o policía sí, aviador también, pero psicoanalista no.

Pues bien, como hoy me ubico en la vía de las confidencias, les diré que para mí, en mi recuerdo–y el análisis no me ha permitido ir más allá de él–, lo primero que tuve ganas de llegar a ser fue periodista. En casa se leía, entre otras publicaciones, Paris–Match y cuando supe leer, abordar la doble página que se ocupaba de los asuntos del mundo con un increíble aplomo –quizás algunos lo recuerden, era Raymond Cartier quien la firmaba–, me parecía el colmo de la felicidad.

Así, yo me veía escribiendo esos artículos a doble página todas las semanas, ocupándome de todas las cosas que ocurrían en este mundo. Bueno, después eso pasó. Pero es cierto que, como lo diría Nietzsche... en el momento en que se volvió loco, si hago un periódico tan bueno, con la ayuda de muchas personas, en particular la de Agnès Afflalo, a quien vi llegar, mi bastón, no precisamente el de la vejez, pero el bastón que me permite avanzar, digo, si hago un periódico tan bueno es porque, en conformidad con lo enunciado por Freud, realizo un sueño infantil. Es por esa razón que, como quiera que sea, voy a seguir en esa dirección ahora que encontré mi vía.

Hacer un periódico me permite obtener información a montones, más apasionantes unas que otras y justamente, aquí, obtuve una acerca del tiempo que pasa. A decir verdad, es en presencia de un amigo que yo dije algo así como "No tengo tiempo" y él me respondió: "Es normal, la Tierra gira más rápido".

Si alguien les declara algo por el estilo y es un desconocido cualquiera, ustedes no acuerdan importancia a loa afirmación o bien se preguntan si a esa persona la cabeza le funciona bien del todo. Pero ocurre que este amigo es el director de una organización muy seria, designada en inglés por la sigla GEO, The Group on Earth Observations, organismo internacional encargado de asegurar las redes entre todos los sitemas de observación de la Tierra que existen. Entonces, cuando es un señor así quien les dice "Tenés toda la razón de no tener tiempo, porque la Tierra gira más rápido", la cuestión cobra un cierto peso. Este amigo me explicó por qué y yo le pedí que lo pusiera por escrito; será entonces un scoop.

Pero quizá yo pueda hacerle perder un poquito la frescura de su novedad, ya que se hilvana en el tema y hace soplar aire fresco.

Imagínense que a partir de marzo–abril de este año, la velocidad de rotación de la Tierra se aceleró; ustedes no sabrán adivinar por qué: es por causa de La Niña. No sé si escucharon hablar de ella, es la gemela de El Niño, que es cálido, que era cálido y provocó importantes destrucciones a su paso. La Niña, por su lado, es fría; uno podría evocar al respecto un mito de la Antigüedad griega o japonesa.

La Niña es fría y por serlo, enfría las aguas del Pacífico, algo que a su vez resta velocidad a los vientos del Oeste. Ustedes no habrían sabido adivinarlo, pero es así. Los vientos alisios se vuelven más lentos y este efecto, sumado al enfriamiento de las aguas del Pacífico, frena el movimiento de la atmósfera. No me pidan detalles al respecto. En todo caso, podrán pedírselos a mi amigo, de quien les daré el nombre: José Achache; se trata de alguien que sigue muy de cerca los asuntos del Campo Freudiano y es el compañero de alguien que muchos de los aquí presentes conocen, Dominique Miller.

Mi amigo no explica todo en detalle en la nota breve que me hizo llegar. Pero en fin, esos son los dos factores que frenan el movimiento de la atmósfera y por esa razón el movimiento de la Tierra se acelera. La explicación según la cual el hecho que los alisios menos fuertes determinan que el globo gire más rápido, me dejó estupefacto.

Es muy simple. Ocurre que hay en física un parámetro, una fórmula llamada momento cinético, de la que no les aporto los detalles, es demasiado complicada para ustedes, y ese momento cinético se conserva. Dicho de otro modo, si los vientos se vuelven más lentos, es preciso que la cantidad perdida se recupere por otro lado, y esto es lo que hace girar a la Tierra más rápido.

El resultado es que los días son ahora más cortos y es la razón por la cual a nosotros nos falta el tiempo. Respecto de marzo–abril de este año, los días se han acortado en un milésimo de segundo. Ustedes me dirán que no es gran cosa, pero en fin, un segundo es un segundo y un milésimo de segundo, es un milésimo de segundo; es ese milésimo de segundo que perdí el que hace que sienta que los tiempos corren.

Pues bien, hice soplar así un poco de viento en la atmósfera de este Curso pero, de toda evidencia, el hecho que los tiempos corren responde a otras razones que a la debilidad de los alisios y a la energía empleada por la Tierra para girar más rápido en torno a su eje.

Los tiempos corren por razones que no son físicas, sino metapsicológicas, en el sentido propio del término, es decir, más allá de la psicología. Que los tiempos corran remite –veamos qué voy a decir– al movimiento de la civilización. Hay algo que se aceleró en la civilización, en nuestro modo de estar en ella y de gozar en la civilización. Si aplicamos allí, por analogía, metafóricamente, la ley de conservación del momento cinético, hay entonces algo que sin duda se volvió más lento en alguna parte.

¿Cómo abordar ese fenómeno registrado de la aceleración del tiempo, que afecta a quienes habitan lo que convenimos llamar nuestra civilización? Quizá podamos hacerlo valiéndonos para captarlo de ese significante que es lo "nuevo".

En efecto, hubo un momento en el que uno se consagró a desear lo "nuevo". Evidentemente, lo "nuevo", en sí mismo, es una función temporal, no dura y con toda claridad, lo "nuevo" dura cada vez menos. Apenas se compraron un Iphone para lucirse ante su vecino o su vecina y resulta que ya habrá pasado al estatuto de antigüedad. De ahora en más, uno se transforma en antigüedad en el lapso de uno, dos meses, algo que se mide por el precio de reventa. Ustedes se compran un Rolls de teléfono, no sé, a mil euros y a la hora de revenderlo, cuesta el equivalente de un Deux chevaux. Hay entonces algo que se ha acelerado en el estatuto mismo de lo "nuevo", ese "nuevo" que nos vemos llevados a seguir en tropilla, como vacas al matadero.

Baudelaire evoca esto en algún pasaje, la dictadura del tiempo que nos conduce como bueyes al matadero. Creo que lo hace en el Spleen de París; busqué desesperadamente mi Baudelaire esta mañana, cuando surgió en mí esta idea, pero no logré dar con él.

Hablaba entonces de lo "nuevo", nos topamos con lo "nuevo" y tomé de inmediato como ejemplo, tal como ustedes deben haberlo comprendido, un ejemplo que se impone por su propio peso, un objeto manufacturado –como se dice– cuya obsolencia está programada; esto tiene que ver con la producción y, en ese terreno, no estamos sugestionados.

Para nosotros, por supuesto, la producción está –¿cómo decirlo?– en el centro del lazo social; constantemente se la mide, se la anticipa, se la compara de empresa a empresa, entre países. La salud de la economía es una dato fundamental de la existencia. Algo por lo demás reciente, como es sabido; inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial no vivíamos así, pendientes de las nuevas economías. Hubo un momento, en el transcurso de los años `60, en que se registró esto como un déficit que era preciso compensar, el hecho que la información en materia económica de los franceses era insuficiente; hoy nos movemos en esa cuestión como peces en el agua. ¡No! No estamos como peces en el agua, sino como pescados en una sartén, listos para freír.

Es evidente que se trata de una referencia esencial; esos datos económicos condicionan hoy, por ejemplo, el estado de huelga declarado por un cierto número de trabajadores, por razones comprensibles, que pueden situarse en el contexto de conjunto. Por lo demás, todo lo que es real es racional, ¿no es cierto?

Así, la producción, para nosotros, se ubica en el centro del lazo social, algo que no ha sido siempre de este modo, no siempre lo vivimos así. ¡La información económica de los Romanos era desastrosa!

En fin, yo digo esto pero ahí tenemos una vez más el tipo de cosas que me aventuro a lanzar sin haber tenido tiempo suficiente para compulsar esta perspectiva. Hay en todo caso, no lo sé bien, un libro de Moses Finley que debe titularse "Economía y sociedad en la Grecia antigua". Lo leí hace mucho y de haber tenido tiempo, hubiese ido a ver, así y todo, lo que dice acerca de la información económica en aquellos tiempos. Cuando lo leí, lo hice sin plantearme esta pregunta –y resulta más interesante entrar en un libro con la pregunta que uno se plantea. Pero en fin, estamos sólo en el primer Curso y tengo tiempo para compensar mi retraso.

La información económica de Luis XIV, monarca que trabajaba mucho, que ocupaba su lugar, un monarca detestado por Lacan. Nunca entendí por qué y no me lo explicó tampoco; creo que lo encontraba cobarde, debía haber leído algo al respecto. En fin, la información económica mejoró mucho en el Imperio, pero quedaba reservada a los especialistas, no se difundía al público. Como quiera que sea, allí, justamente, hacemos una pausa; admitimos, grosso modo, que la producción no siempre se situó en el centro del lazo social, no fue siempre el centro de gravitación de las actividades humanas, tal como lo es hoy en día. Se trata precisamente de esto.

De esto se trata en lo que determina que, entre nosotros, una cierta cantidad se retuerza, se repliegue, cuando se acelera el movimiento que conduce todas las esferas de la existencia hacia ese punto de convergencia.

Intentemos explorar una economía elemental; por lo demás, yo mismo me vi conducido a tener que hacerlo, siguiendo a algunos economistas un poco en el estilo cool que habían leído a Lacan. No hay que tener miedo de lanzarse, es preciso darse alcance / asirse (se rattraper), pero hay que lanzarse. Yo, por ejemplo, en ocasión de escribir un prefacio para la obra de mi amiga Francesca Biagi–Chai acerca de Landrú, esbocé una teoría criminológica. Cuando uno se detiene a considerar cómo están hechas, es algo a tal punto estrafalario, que con ideas simples se consigue mejorarlas en mucho.

Así, por mi parte, en ese prefacio, sostengo lo siguiente: opongamos crímenes que responden a un fin de utilidad y crímenes que responden al goce. Ustedes se deshacen de alguien que les causa daño, que les impide progresar, es un crimen que responde a la utilidad. Por el contrario, si ustedes liquidan a lo largo de su existencia una treintena de mujeres jóvenes, de cabellos largos –y además de liquidarlas, se permiten someter los cadáveres a diversas obscenidades–, hasta que alguien les impide seguir haciéndolo, allí no estamos en el registro de lo útil sino en el del goce. Estos crímenes son los que Thomas de Quincey, en su obra "Acerca del asesinato considerado como una de las bellas artes", nombra en términos de crime of pure voluptuousness.

Una vez que inventé esto, encontré que estaba de acuerdo con este escritor, uno de mis favoritos, y de cuya obra muy poco ha sido traducido al francés; incluso en inglés se lo ubica con dificultad. Contaba con una edición completa del siglo XIX y me enteré que hay ahora otra completa, del siglo XX; pero en fin, se trata de alguien a quien no se le acuerda su justo valor, aun cuando haya sido objeto de la admiración de Baudelaire. Como ustedes deben saber, Baudelaire mismo tradujo "Las confesiones de un fumador de opio" de Thomas de Quincey.

Hagamos entonces el esquema de una teoría económica. Opongamos producción religada a la necesidad y producción en función del deseo. Una producción que responde a la necesidad, es una producción limitada. Un ejemplo al respecto, lo encontramos en el terreno de la restauración. Hay allí algunas fórmulas astuciosas, pienso en este momento en la cadena belga Chez León, que proponen un plato, mariscos con papas fritas, por ejemplo, y precisan "papas fritas a voluntad". Abren allí, respecto de la voracidad del cliente, un espacio indeterminado; a mí me gustan las fritas, pero como ustedes se dan cuenta muy rápido, aun cuando ese sea el caso, no pueden comer sino una cantidad bastante limitada. Sueñan con papas fritas, pero... ¡a voluntad! Ustedes tendrían voluntad de seguir comiendo, pero no dan más, tienen que trabajar todavía, no es bueno para conservar la línea y entonces, finalmente, se sienten en un estado todavía más lamentable al salir, puesto que León les ofrecía todas las papas fritas del mundo y ustedes sólo pudieron comer dos pequeñas porciones.

Allí tienen entonces lo que les decía: la producción conectada con la necesidad no va lejos y podríamos decir que durante un buen período ése fue el caso, lo esencial de la producción se reportaba a la necesidad y así anduvo, bien o mal. No era por allí que pasaba el deseo. Y después, en un momento dado, surgió otro tipo de producción, ésta sí enganchaba al deseo y fue en ese momento que todos los límites fueron superados.

Por ejemplo, para considerar un sujeto que conozco, que observo, esto es, yo mismo, queda claro que intento instalarme en la producción basada en la necesidad, para resistir a la producción basada en el deseo. Ocurre esto con las computadoras y las series de nuevos modelos. Cuando la cuestión comenzó, hace una década, no veía por qué tendría necesidad de un nuevo modelo cuando el que tenía funcionaba muy bien; hasta allí, procuraba establecer una relación de necesidad con el objeto. Pasan uno, dos años, deciden comprar un disco duro y ya no es compatible con la instalación que requería el precedente. Entonces se proponen prescindir del disco duro. Al final, tendrán que prescindir de todo, se quedan con su objeto de necesidad, que podrá asegurar cada vez menos funciones.

Lo hice una vez y me encontré ante un objeto de necesidad que estaba allí, que sólo pedía funcionar, pero que no contaba ya con las conexiones necesarias para hacerlo. Me decidí entonces a comprar otro y procuré volver a empezar con él, pensando que esta vez sería posible. Pero claro está, la cosa anduvo todavía a mayor velocidad. Comprendí entonces la lección: si quería poder funcionar, tenía que seguir el movimiento. Así se consigue hacerles comprar –es lo esencial de lo que está en juego– aquello que no necesitan. Y allí se abre, en efecto, un espacio de ilimitación.

Como quiera que sea, es interesante saber que históricamente, el psicoanálisis jugó un gran papel en el perfeccionamiento de los métodos que permiten hacerles comprar aquello que no necesitan.

En un texto que escribí, ublicado en el periódico al que me refería, algunos colegas encontraron que me había extendido demasiado acerca de los métodos de los publicitarios. Por mi parte, no estoy de acuerdo; en mi criterio, es muy importante saber que quien había sido el Papa de la publicidad en los Estados Unidos, el gurú de esa publicidad, Ernst Dichter –un nombre formidable, así y todo– era un vienés que se había acercado un poco al psicoanálisis y cuya condición de judío lo forzó a expatriarse a los Estados Unidos, donde adquirió fama elaborando una teoría de la publicidad que él designó Strategy of desir.

No se trata del deseo en el sentido estrictamente lacaniano, en la medida misma en que la definición lacaniana es estricta, pero así y todo su base es la manipulación de lo que Dichter había captado del psicoanálisis. Como quiera que sea, tenía la idea de que aquello que debía comprar los objetos de la producción era el Ello (le ça) y que el Ello no piensa, no está en relación con la realidad, tiene que ver con las pulsiones y que era el Ello lo que había que saber provocar y activar. Es incluso más complicado, porque es preciso fundarse en el Ello.

Pero el colmo, lo que constituye verdaderamente la cima del arte publicitario, es llegar a satisfacer, al mismo tiempo que se moviliza al Ello, hacerle trampa al pequeño Superyo de ustedes, asegurándoles que no hay culpa alguna en esa compra y garantizarle al Yo, quien estaría en relación con la realidad, que se trata allí de algo sólido, de algo que se impone según el criterio de la racionalidad común.

No es una anécdota entre otras. Es algo, esta provocación del deseo, que constituye un factor de la economía, un factor esencial que corresponde saber y que resulta establecido así: para hacerles comprar, es preciso hablarles y además, imponerles una cierta cantidad de semblantes imaginarios que los van a dejar chiflados.

En el curso de la célebre campaña "depresión" que debía culminar el 11 de noviembre –y que no obstante continúa, es el colmo– comienza a manifestarse una cantidad cada vez más importante de gente que se siente mal. Recibo ahora en mi condición de periodista, pequeños textos escritos en general por gente que trabaja en el terreno –psicoanalistas, trabajadores sociales...–, quienes me envían viñetas donde describen el efecto que tiene en las personas ese golpeteo insistente. Para una cierta cantidad, el hecho de ver expuesto a plena luz el desastre de la melancolía, se traduce en un retorcerse de tripas, de modo tal que los pequeños deprimidos se consideran protagonistas de una gran depresión, lo que constituye el fin perseguido por el montaje.

Debo decir que no tengo televisión porque me resisto a ella, resistencia de la que viene a quedar eximida Internet, de modo que me enviaron el spot televisado al respecto. Es un horror. El Francés presentado así..., después no hay más nadie y en fin, se trata de algo capaz de desfondar el estado de ánimo de cualquiera, basta que en una noche uno se encuentre solo. Y todo eso para provocar el reflejo de compra.

Entonces, en relación con esta teoría económica que expongo –la de la producción conectada con la necesidad y conectada con el deseo–, si la memoria no me falla, hubo en los años `60 un economista astuto, pero más astuto que gran economista, que había explotado esta perspectiva. Quizá Pierre–Gilles Guéguen conoce algo al respecto. ¿Se acuerda si se trataba de alguien llamado Marc Guillaume? Leí todo esto en los años `60 y no tuve tiempo de ir a verificarlo ahora... ¡No tuve tiempo! ¡Por causa del milésimo de segundo que me quitaron, no tuve tiempo para ir a verificar esa cuestión!

Claro está, así planteado resulta muy simple. En lo que a mí respecta, estoy convencido de que la producción tuvo desde siempre un modo de estar conectada con el deseo.

En los museos, cuando uno va a ver los vestigios de las civilizaciones desaparecidas, hay todo un conjunto de objetos que son objetos de las necesidades: aceiteras, trípodes sobre los que se encendía el fuego, cucharas, que por lo demás son a menudo –como lo hace notar Lacan en su Seminario– de una remarcable belleza, belleza que su fabricación según diseño no consigue aportarnos.

Están los objetos de la necesidad y además, por supuesto, los objetos de deseo: todas las joyas femeninas, las pulseras, los collares, los anillos –que también los hombres llevaban en ciertas ocasiones–, todos objetos inútiles que nos muestran esa parte de la producción económica que estaba precisamente conectada con el deseo.

Procuraré por mi parte encontrar el tiempo, en el curso de este año, para retomar algunas de esas obras –por supuesto, no puedo hacerlo sino de segunda mano–, para buscar cómo se reparte la producción basada en la necesidad y aquélla basada en el deseo.

Pero, ¿qué se puede decir al respecto? Antes, la proporción entre esos dos tipos de objetos no era la misma que la de hoy. Se puede decir que se trataba de una cuestión de tecnología, noción acerca de la cual me gustaría mucho este año tener el tiempo de aportar precisiones. Siempre me interesó y estamos en un momento en el que llegamos a la biotecnología. Uno se da perfectamente cuenta de que la tecnología no está subordinada a la ciencia, sino que representa una dimensión propia de la actividad y del pensamiento. La tecnología tiene su dinámica propia.

Querría entonces, desde el punto de vista lacaniano, abordar el estatuto de la tecnología y hacerlo también refiriéndome a lo que parece ser una ausencia de tecnología psicoanalítica.

Nosotros llevamos adelante nuestra práctica en los muebles de la abuela, quiero decir: el diván, el sillón, el escritorio. En ese plano somos antiguos. Cuando ustedes entran en el consultorio de un dentista, si encuentran un diván, un sillón y nada más, lo que esperan al menos ubicar es una máquina para explorar los agujeros. Quizá llegue el día en que sea preciso presentar el consultorio del psicoanalista bajo ese modo, para ser tomados en serio. Después de haberle indicado que se acueste en el diván, sería cuestión de decirle al analizante: ¡Abra la boca, hable! (risas).

En fin, lo que quiero decir es que hay allí un buen reactivo para pensar en nuestra técnica.

Por otra parte, algo que siempre me pareció divertido es que durante todo un período los psicoanalistas sólo hablábamos de nuestra técnica. ¡Nuestra técnica! En fin, en esa época la técnica se ubicaba en el cenit del discurso de la semántica social.

Como mi formación se basaba en la historia de las ciencias, cuando se hablaba de técnica psicoanalítica me preguntaba: ¿dónde están las herramientas? ¿Dónde están las máquinas? Al fin comprendí, gracias a Lacan, que la máquina era el discurso.

Pero como quiera que sea, esa manera de acordarle a la técnica un primer plano fue relevada. En la literatura analítica, se trata de un término que fue progresivamente evacuado y que hoy es muy secundario, no sólo entre los lacanianos, sino también entre los demás.

(JAM se dirige a P.-G. Guéguen): ¿Logra recordar el nombre? Bueno, ¡entonces me redactará una nota al respecto!)

Pues bien, como decía que a mi entender la producción siempre estuvo conectada con el deseo, quizá corresponda situar como lo verdaderamente nuevo para nosotros, lo que nosotros registramos ahora, desde hace unos diez años, la conexión con el goce. Se trata del goce en un puesto de avanzada. Lacan lo explica, creo que es en el Seminario XVIII o en el XIX –como los terminé casi al mismo tiempo, en este punto no hago la diferencia entre uno y otro–, en uno u otro de esos Seminarios Lacan explica que el goce, para los Antiguos, era el Otium.

Se trata del término latino para expresar que uno se deja ir a la buena vida, se despreocupa (se la coule douce). [1] Uno trabaja, se ocupa de sus asuntos, combate a los bárbaros, se activa para asegurar la construcción de las rutas romanas, en fin, todo eso que ven desplegarse en Astérix, por ej., para tomar una referencia erudita conocida por todo el mundo y después, en un momento dado, uno se desprende del cuidado de sus obligaciones y se consagra a sus propios asuntos: se ocupa de sus viñedos, bebe con sus amigos, bromea con sus siervos, se acuesta con su favorito, lee filosofía, charla en confianza como se ve en las Tusculanas de Cicerón... Esa era su manera de gozar.

Y como lo señala Lacan, para nosotros, incluso hasta el día de hoy, las diferentes formas de la diversión tienen un estilo de trabajo forzado. En fin, eso me dicen. Me lo dicen porque veo personas que se van al otro extremo del planeta cargados de valijas y vuelven cansados.

Intenté programar un encuentro en mi casa de campo con el director de L´Express, un hombre que escribe bien y que, sobre todo, a un tiempo que dirige esa publicación, hace todos los días un comentario y una entrevista en la cadena de televisión LCI, incorporada a Internet; durante un largo período no me perdía ninguno porque, en cada oportunidad, él renovaba la cuestión, siempre con mucha seguridad y además, el mismo día, en el curso de la tarde, hacía una entrevista. Yo me preguntaba cómo lograba hacer todo eso, dónde encontraba el tiempo para hacerlo. Incluso cuando esta persona estaba de vacaciones en Venecia, seguido de un camarógrafo, hacía su comentario instalado en una góndola, etc. Este muchacho me sorprendía.

Dado que teníamos en común nuestra condición de ex–alumnos de la Escuela Normal Superior, yo me decía que eso podía crear lazos e intenté entonces encontrarlo. ¿Qué me dijo su colaboradora? "Bueno, recién vuelve de vacaciones, le dejo algunos días para que se reponga" (risas). Mi observación fue "¡Qué país, verdaderamente!". Ocurre otro tanto con el gabinete del Presidente; el 1º de noviembre, están todos de vacaciones; ahí tienen lo que es un aparato de Estado: muchachos que se echan un sueñito. Si no durmiesen, podrían construir un aparato de Estado, en fin, es mi convicción, por lo menos dentro de ciertos límites. ¿Ustedes leyeron "Técnica del golpe de estado" de Malaparte? Bueno, yo sí lo leí.

Volvamos a la diferencia entre esas maneras de gozar. Por un lado, el Otium y después, ya encontramos todo lo que tengo que preparar como salsa para explicar el interés de la pausa. Es cierto que actualmente, irse de de vacaciones supone el despliegue de una cantidad formidable de actividades, antes durante y después. A menudo, escucho hablar al respecto en mi gabinete... y no me dan muchas ganas de irme de vacaciones (risas). Por lo demás, es algo que limito al máximo y sólo elijo como destinos lugares donde precisamente no se plantean esos problemas.

Es evidente, además, que todo el mundo en Francia se resiste a este asunto. La célebre cuestión de las 35 horas, ¿qué es? Es un debate acerca de la manera de gozar. Los franceses –como se dice– quieren darse el tiempo de vivir. En el planeta, constituyen un escándalo permanente, porque como quiera que sea resisten al avance del trabajo forzado. Allí reside el debate respecto de la manera de gozar. Mientras unos destacan la eficacia económica, el producto nacional bruto, etc., los otros dicen: queremos acordarnos el tiempo de estar con nuestros hijos y además, bueno, de ir a comprar la última computadora en el gran comercio especializado, etc. De toda evidencia, no hay escapatoria, pero se trata de un conflicto entre maneras de gozar.

En efecto, hoy no tenemos siquiera la impresión de que esté en juego una producción basada en el deseo, sino que está basada en el goce, es decir, en la producción acelerada del objeto a, causa del deseo, a manera de tapón; se trata de dos estatutos diferentes.

Ustedes tienen, por un lado, el buen objeto a –si puedo expresarme así–, causa del deseo y aun cuando el término resulte inadecuado no encontré otro mejor esta mañana, ese objeto causa del deseo pertenece a ese registro, de una manera u otra se relaciona con la determinación marcada por "ése". El ejemplo que aporta Lacan al respecto es el de Dante y Beatrice. Dante se cruza con Beatrice cuando ella tiene nueve años y se enamora de ella para toda la vida. En la actualidad, ¡quedaría detenido, acusado de pedofilia! (risas)

Entonces, allí, el objeto a causa del deseo, tal como lo sitúa Lacan, bastan tres guiños para que ese objeto a de la mirada, exquisito, se desprenda y quede fijado a ella, a ésa, para toda su vida. El objeto a tapón, no tiene nada que ver con él, aun cuando su estructura fundamental sea la misma, si puedo decirlo así. En cuanto a este otro objeto a tapón, uno no puede evitar que cumpla la función de "tapa–agujeros", de comodín, respecto de un agujero imposible de cerrar, un agujero cuyo modelo es el barril sin fondo de las Danaides, es decir, que reclama siempre más. Uno no puede dejar de pensar, cuando ve esto, que hay un defecto de fabricación elemental en la especie humana. Lo designamos con el término de castración, es su nombre clásico, bien fundado, pero en fin, se lo puede generalizar. Se trata de algo cuyos detalles han sido mal trabajados.

Esa es, por lo demás, la tesis de los gnósticos. Según ellos, el diablo es el padre del mundo, algo de lo que se dieron cuenta viendo el estado en el que se encuentran los humanos. Si nos detenemos a considerar ese estado, como quiera que sea se pone en evidencia que algo no quedó bien enganchado en alguna parte y esto responde, sin duda alguna, a las malas intenciones del diablo.

Es el sentimiento, la impresión, el registro, el reconocimiento de la falta (du manque), el sentimanque. Usted merece todo mi respeto, Señora (J´ai beaucoup de sentiments pour vous, Madame). [2]

Vamos a volver sobre esto, pero ya podemos ubicar bien que los tiempos corren, los tiempos que corren, son expresiones que tienen, vagamente, otro alcance semántico que el correspondiente a el tiempo que pasa; incluso decir el tiempo pasa demasiado rápido, no tiene el mismo sentido que decir hoy en día (par les temps qui courent). [3]

En primer lugar, tenemos el plural, los tiempos, curioso plural aplicado al tiempo. Se trata, sin embargo, de un uso clásico en francés, donde siempre, cuando decimos los tiempos, estamos indicando que no se sabe muy bien qué es el tiempo. Siguiendo a los gramáticos, digamos que el plural aporta aquí un valor de indeterminación.

Decimos los tiempos cuando no se sabe ya muy bien dónde, cuándo es, indicando así que se trata de algo remoto, obscuro, opaco. Decimos, por ej.: en los tiempos más remotos; la noche de los tiempos; el origen de los tiempos. Si ustedes se sirven del singular, la cuestión no marcha en francés, todas esas expresiones exigen el plural. Se dice: la sucesión de los tiempos; el signo de los tiempos (Cf.: de la época). Otro tanto ocurre en latín. Cuando Cicerón exclama eso que repiten todos los vejestorios: ¡Oh tempora! ¡Oh mores! –¡Qué época! ¡Qué costumbres!–, Tempora es un plural.

¿Por qué Cicerón decía eso y por qué se trata de algo que encontró eco a través de los siglos? Es porque siempre hubo gente con la impresión de que eso iba demasiado rápido, siempre se tuvo la impresión de que la moral se había acabado. Es el estilo de Catón el Antiguo. No tengo tiempo de hablarles de él, un personaje que siempre me resultó el más sabroso de la Antigüedad romana; es él quien jugaba el rol del viejo romano; era un viejo romano pero además lo ponía en escena, remarcándolo. Y siempre hubo lugar, en cualquier momento, para que el vejestorio llegue y diga: ¡Oh tempora! ¡Oh mores!  Es un rol constante.

Hoy en día, lo más divertido es que son los psicoanalistas quienes lo juegan, son ellos quienes adoptan la postura de Catón el Antiguo: ¿Dónde estás, Nombre–del–Padre? ¿Dónde estás, falo? ¡Te estoy buscando!  Hay que decirlo, es algo que provoca el llanto, nos reímos pero es triste. Se trata, así y todo, de gente analizada, el análisis funciona con boludos –perdón–, funciona incluso con personas que no comprendieron todas las sutilezas de la técnica y como quiera que sea, es desastroso verlo. ¡En fin! Dejemos esto de lado.

Entonces, la expresión francesa les temps, señala siempre, como creo haberlo demostrado con rapidez, precisamente aquello remoto, aquello donde uno no se ubica. Pero me parece –no llevé adelante una investigación al respecto, no tuve tiempo para hacerlo– que lo específico de la expresión les temps qui courent (hoy en día) es que designa el presente; cuando uno la emplea así, con la indeterminación que corresponde al plural indica que uno no llega a ubicarse en el presente. En el fondo, se trata de una expresión empleada cuando el presente se vuelve opaco, tan opaco como el pasado más remoto. Y precisamente, se emplea cuando uno ya no puede tomarse su tiempo (on ne peut plus prendre son temps). Se trata de algo que uno puede decir así: par les temps qui courent, on n´a plus le temps de prendre son temps (hoy en día, uno ya no tiene tiempo de acordarse tiempo).

Es un problema para el psicoanálisis, porque en el psicoanálisis es preciso acordarse su tiempo. Es preciso tomarse el tiempo de ir, eventualmente de esperar en la sala antes de ser recibido, es preciso acordarse el tiempo de la sesión, el tiempo para volver de ella y además, como dice Lacan, para que todo eso tenga una culminación, il faut le temps (hace falta tiempo).

Y hoy en día, ¿tenemos tiempo? Allí se sitúa justamente el elemento que parece antiguo en el psicoanálisis. En el fondo, se trata del tiempo de la pausa al que me refería hace un rato. El análisis es una suerte de jubilación, ustedes entran en jubilación anticipada. Bajan del tren, se quedan en la sala de espera y los trenes pasan.

Hay entonces, al fin de cuentas, una parte de la población, no de la población en general, sino de la población sospechosa que puebla los ministerios, los organismos oficiales, toda una población parasitaria, integrante de un ambiente cada vez más corrupto, a la que le debemos esas campañas, etc., una parte especial de la población.

Sé muy bien que mis afirmaciones cobran así un aspecto algo populista; es una inclinación que tengo, lo reconozco, efectivamente resulta un tanto populista. Para mí, esos altos funcionarios que planificaron esta campaña, esos que no declararán jamás su conflicto de intereses porque viajan financiados por los laboratorios, etc., todos ellos para mí son de lo peor, para mí la escoria son ellos. Al lado de ellos, el lumpenproletariado, como se decía, es de oro; yo lo frecuenté en mayo del `68 y en comparación con ellos, estos tipos trajeados, que me toca frecuentar... Bueno...

Entonces, para esta población, estamos durando demasiado tiempo. ¿Qué estamos haciendo todavía aquí? ¿Todavía hay tantos? ¿Y allí dentro gritan tanto todavía? Para ellos, pertenecemos al s. XIX. Los psicoanalistas no tienen su lugar en la civilización que ellos nos dibujan.

En cuanto a Baudelaire, sí, era él quien hablaba de la dictadura del tiempo, de la brutal dictadura del tiempo. Y lo hacía precisamente en el momento en que se imponía el tiempo de la Revolución Industrial. Porque desde cierto punto de vista, la Revolución Francesa sólo corresponde al registro de la merliture. [4] La revolución y aquello que la acompañó, la revolución que contó, esto es, la Revolución Industrial, ocurrió en Inglaterra. Evidentemente, todo el mundo quedó fascinado con la Revolución Francesa, incluso Hegel –¡en fin, Hegel!–, quien parece haber ordenado su "Historia de la fenomenología del espíritu" en función de la historia francesa. Pero si miramos con atención, la Revolución Industrial está allí muy presente, justamente bajo la forma del utilitarismo, una de las llaves –y allí reside una de mis viejas obsesiones– de la historia moderna y contemporánea.

Baudelaire habla de la brutal dictadura del tiempo en el momento en que la producción se apodera de los comandos de la civilización y, de golpe, la civilización se vuelve mucho menos civilizada, algo que todo el mundo remarcó.

Talleyrand decía: quien no haya conocido el Antiguo Régimen no sabe lo que es la alegría de vivir. No lo cito textualmente, pero en fin, él se refería a los últimos años del s. XVIII, antes de la Revolución Francesa, como a un tiempo en el que la felicidad de vivir había alcanzado su punto culminante. Sin duda esto era así para un sector de la población, pero no es seguro, porque cuando uno lee a Rétif de la Bretonne, el pueblo humilde, del que aporta en todo caso una descripción quizá lisonjera, ese pueblo disfrutaba de la vida sin preocupaciones, de una tranquilidad que en todo caso todo el mundo sintió perdida cuando llegaron los buenos apóstoles de la Revolución Industrial y de eso que se daba en llamar la disciplina de la fábrica, disciplina que supone ser puntual, trabajar en el lugar asignado y no discutir.

Marx supo describir ese pasaje de un modo de producción manufacturero, artesanal, a las modalidades de producción en las fábricas, con la disciplina que de allí se desprende y determina que todos llevemos un reloj de bolsillo en la muñeca, porque vivimos tomándolo como referencia. Yo no consigo prescindir de él, pero respeto mucho a la gente que logra pasear por la vida sin ese reloj.

Y allí, a partir del momento en que la producción tomó el comando de la civilización, digamos que verdaderamente el sujeto vino a quedar más en relación con el objeto del deseo, del goce, con el plus–de–goce que supone una cierta indiferenciación del objeto, que implica una numeración del objeto, donde la pregunta es: ¿cuánto?

No es una pregunta que se le plantee al Dante; para él, se trata de una, de la única, no es algo que se cuente. Por el contrario, observen el número de actividades humanas donde la pregunta ¿cuánto? tiene un lugar central. Escribo: ¿cuántas consagran ustedes entre ellas?

Gracias a mi actividad de periodista, alguien me enviaba un testimonio acerca de lo que hoy significa escribir para un joven escritor, escribir en presencia de la cifra de ventas que a uno le refriegan por la nariz en permanencia, testimonio que enumeraba las obras famosas de la literatura francesa de las que se habían vendido cuatrocientos ejemplares, supuestamente antes de ser reconocidas como tales.

Hablo entonces de una producción basada en el goce, caracterizada por la indiferenciación del objeto, su numeración y que conlleva, en consecuencia, una manera de gozar cuyo aspecto es el de la adicción. Esto fue subrayado por mis colegas. En efecto, hoy se tiende a ver el conjunto de las conductas repetitivas del ser humano según el modo aditivo. [5] Por ejemplo, yo me drogo con Lacan, ¿por qué no? Es una manera de considerar la relación con el objeto.

Hace un momento hablaba de crímenes, de criminología. Fíjense bien, hacia el final de los años `70 apareció la expresión –y lo que aparece en la lengua tiene siempre valor, incluso si se puede decir que no data de hoy– serial killer, asesino serial. Se trata de algo que no había sido inventado antes, aun cuando los hubiere, no se había inventado el asesino serial.

Fue Landrú quien despertó en mí el interés al respecto. Respecto del propio Landrú, resulta difícil decirse que hoy se lo llamaría asesino serial. Para nosotros, se trata de un personaje familiar, del viejo conocido de las familias; hay films donde aparece como un personaje encantador; Truffaut lo mostró bajo el perfil de Charles Denner, un enamorado de las mujeres –al comienzo del film se ven piernas de mujeres. Landrú las mata, pero es un detalle. Landrú es un delicado, antes las beneficia; fíjense cuando es Charlie Chaplin quien lo ilustra, también es un aficionado delicado y maravilloso. Así, a partir de Landrú yo reconstituí el serial killer, ustedes apreciarán así y todo la diferencia.

Por un lado, los crímenes detallados por un autor que aprecié mucho en mi juventud y a partir de quien aprendí inglés, la inglesa Agatha Christie. Si bien ya conocía el idioma, lo aprendí verdaderamente, despegué con él viviendo en Londres cuando tenía catorce años; tenía libros de literatura y después compré obras de A. Christie; me importaba saber cómo terminaban las historias y entonces leía y aprendía, absorbía mucho inglés de esa manera. En A. Christie, un asesinato es un asunto de familia. Uno mata, en general, a la gente que uno conoce. Hay algunos pícaros malhechores que matan a otros que no conocen, para disimular el asesinato de la persona que cuenta para la prensa, ABC contra Poirot, por ejemplo.

En fin, por lo común, uno mata a gente de su familia, al vecino o la vecina, gente que uno aprecia, familiares.  Y por otra parte, es mucho más meritorio porque uno puede resultar sospechoso; no es lo mismo que matar al azar y emprender la fuga, eso a A. Christie no le interesa, en todo caso es material para la novela negra. Lo que sí le importa a A. Christie es el pequeño círculo, la gente que juega su partida de bridge y después, en un momento dado, hay uno de ellos que rueda por el piso; se trata de saber cuál de los compañeros de juego es el autor del asunto.

Por lo demás, entre esas partidas hay una, la murder party, el juego de la muerte, donde la condición de víctima y de asesino responde al sorteo de unos papelitos. ¿No lo conocen? Pues bien, los jugadores se reúnen y están esos papelitos, en uno es cuestión de víctima y en el otro de asesino. En un momento dado, ocurre el crimen y los demás deben descubrir quién es el autor. Las partidas se juegan en casas de campo.

Cuando se trata del serial killer, ¿quién mata a quién? Se mata al vecino que conoce el secreto que uno guarda, al chantajista, uno mata a su mujer para partir con su amante –o bien al marido, para partir con el amante–, uno mata a su padre para heredar. Pero el serial killer no conoce a nadie; tiene una silueta en la pupila, a la manera de Bundy, para quien se inventó esa expresión, serial killer. La silueta que Bundy tenía era la de una mujer joven, menor de veinticinco años, blanca, de cabellos largos, por lo general estudiante. Comenzó a matar a los catorce años y fue atrapado cuando tenía unos treinta y cinco; había alcanzado a matar hasta entonces entre treinta y cuarenta mujeres –cito de memoria, lo escribí, lo verifiqué.

Es decir, no se trata del detalle, no es el escenario del Dante y Beatrice; se trata del Dante y Beatrice una, dos, tres, cuatro, cinco veces, etc. Y no me detengo a considerar lo que le hacía a sus víctimas, ya que matarlas no bastaba; además las enterraba, después las desenterraba, les maquillaba el rostro o les cortaba la cabeza –creo que era una cosa o la otra, no está claro– y después, con los cadáveres, incluso en estado de putrefacción, se libraba a lo que debe ser considerado así y todo como relaciones sexuales; es una manera rápida de consignarlo pero en fin, no contamos con el detalle científico del asunto. Allí tenemos a Ted Bundy, el serial killer.

Y allí tenemos una relación con el objeto caracterizada por la indiferencia del objeto; excepción hecha de algunos rasgos de la silueta, lo que cuenta es la serie, se trata de algo del registro aditivo. Entonces, así presentado, me parece algo moderno, si bien hay cosas mucho más entretenidas. Hoy en día, aunque seguramente siempre han existido, es en la actualidad que se ponen más en evidencia lo que por mi parte llamaría serial lover, los amantes en serie, la amante en serie.

Llegó hasta mi consultorio una dama que analicé en los años ´90. Por entonces, ella mantenía con su marido una relación verdaderamente lujuriosa; esta señora se mostraba celosa como una fiera, en tanto que el pobre marido, verdaderamente, no parecía ser de los que dirigen su mirada a otras mujeres; ella le guardaba una gran fidelidad y le hacía escenas espantosas apenas el desdichado alcanzaba a decir una palabra. Quiso que entrevistase a su marido y lo hice; tenía el aspecto de ser de lo mejor, un diplomático con toda la dignidad de su condición, que había elegido a esta histérica por cierto provocadora... Bueno, dejemos eso ahí.

Ella vino a consulta durante varios años, en tanto el marido durante ese lapso residía en París, lo cual producía un cierto efecto que por mi parte registré, pero no en todos sus alcances; así fue que en un momento dado esta señora partió siguiendo a su diplomático; después volvió y desde hace un año la recibo nuevamente cuando ella pasa por París. Entre tanto, me había tenido sólo de vez en cuando al corriente de dónde se encontraba; en otras ocasiones, si bien se proponía pasar por París, esto no ocurría.

Cuando la vuelvo a ver ahora, la encuentro serena, prudente y le digo que la veo muy cambiada. Ella me responde: "Se lo debo a Ud.". La felicito y agrega: "Ud. recuerda hasta qué punto estaba apegada a mi marido... Pues bien, ya no estoy más casada, vivo sola, tengo una hermosa casa –por lo demás, quizás Ud. la conozca un día". "Sí, por qué no" –le digo, y le pregunto–: "¿La soledad no le pesa?". Me responde: "No, escribo mucho, publico, estoy ocupada y además, tengo un amante". Y sigue el diálogo: "Bien, ¿qué ocurre con ese amante?". "Bueno, no me acuesto con él, pero hago todo el resto en su compañía". "¿Ah sí? ¿Todo el resto?". "Sí, leemos, salimos, él viene a cenar todas las noches porque su mujer le da muy mal de comer". "¡Ah! Bueno". "Y además, como es escritor, estudio literatura con él". "¿Él soporta esa abstinencia?". "Bueno, yo no lo excito, no soy un objeto sexual para él". "Pero entonces, ¿por qué Ud. habla de amante?". "Porque yo soy celosa, no soporto que mire a las otras mujeres". "Ah, bueno". "Ud. sabe, además él no tiene nada; yo le doy cien euros por mes para sus gastos". "¿Es su gigolo?". "¡Cómo me puede decir eso!". "¿Es su gigolo intelectual?". "Bueno, si Ud. quiere...". "Y entonces, esa relación, de una manera u otra bastante extraña, ¿le llena la vida?". "¡Ah, no! Hay otro". "¿Ah, sí? ¿Hay un segundo?". "Sí, este otro es rico, muy rico, es un hombre político importante. Entonces, para él sí soy su objeto, es muy posesivo, por lo demás está muy celoso del escritor. Es muy rico pero no me da nada; me hizo hace poco un regalo, no valía nada. Y soy yo la que quiere". "En el fondo, Ud. tiene de un lado el esclavo y del otro lado el amo". Ella se ríe y agrega: "¡Ah, sí! Es un amo, me controla bastante, pero felizmente no conoce a mi amante". "¿Al escritor?". "No, al tercero" (risas).

Le pregunto entonces: "¿Y quién es?". "Un proxeneta" (risas).

"Ud. sabe, es verdaderamente el más amable de todos –continúa ella–; no se imagina lo bueno y generoso que es; me lleva a todas partes, me hace regalos, me dice que yo los tengo muy merecidos y que merezco todavía más. Y además es muy hermoso, en la cama me hace disfrutar de los orgasmos más completos...".

Bueno, sigue la descripción del proxeneta de oro, etc. y le digo: "Sí, las chicas trabajan para él". "Sí, pero él se deja hacer trampa; ellas trabajan en un departamento de él, le pagan un alquiler, pero siempre le digo que no ceda, que no se deje manejar..." (risas).

Le digo entonces: "Aquí ya me está pareciendo que lleva una vida muy ocupada". Y me responde: "Pues sí, no me queda mucho tiempo que digamos para el cuarto..." (risas).

"¡Ah! ¿Tiene un cuarto?". "Sí, el cuarto tiene quince años menos que yo. Usted sabe, mi marido se fue al mediodía y a las seis de la tarde encontré a este otro...".

Y sigue la descripción, muy interesante por otra parte. Como ven, no hablo a menudo de mis casos, pero cuando lo hago...

Le digo entonces: "Bueno, yo la conocí muy ligada a su marido, quizás excesivamente y ahora la reencuentro con cuatro amantes". Y me responde: "¿Está sorprendido? Todo el mundo vive así en Nueva York, en Buenos aires, por cierto en París, pero Ud. no lo sabe porque se queda en su escritorio". "Sí –le digo–, es cierto, sin duda, no lo sé". "¡Ah!" –continua ella– "Sí, no cabe duda, ¡usted es de verdad un caso!" Bueno, de acuerdo, en el fondo yo lo soy. Y le pregunto: "¿Usted permite así y todo que cuente su caso una vez?". "¡Sin duda!" –me responde. Le aclaro entonces: "No podría decir su nombre, ¿qué nombre quiere que le asigne?".

Y su respuesta fue: "Anna O." (risas).

En fin, no creo por mi parte que se trate de algo tan difundido como ella dice, esta cuestión de andar haciendo juegos malabares con cuatro amantes... Por lo demás, esta paciente me explicó también que para ella los hombres eran como plantas y que ella tenía la mano verde (risas).

Su casa está cubierta de plantas y para ella los hombres son plantas salvajes con las cuales ella sabía cómo arreglárselas. Por ejemplo, el joven que no trabajaba, era una suerte de hippie cuando lo encontró. Él quería ser padre, pero no llegaba a conseguirlo porque su mujer no lo enganchaba lo suficiente. Mi paciente me dice al respecto: "Pues bien, yo lo formé, pudo acostarse con su mujer, pudo hacerle dos hijos y ahora es un contratista en la industria de la construcción y gana mucha plata. Ahí tiene lo que hago con esos hombres, son plantas que hago crecer".

En el fondo, no es sin duda algo nuevo, pero así y todo, constituye –¿cómo decirlo?– un sigo de los tiempos que corren, donde encontramos, al lado de los serial killer, los serial lover.

No llegué siquiera a la asociación de ideas que les iba a dejar para continuar la semana próxima –y cuando ustedes aportan una asociación de ideas es evidentemente irrefutable, es algo que les hace pensar en...–, mi asociación es la siguiente: en los tiempos que corren, me decía yo, el desierto crece.

Esta frase, el desierto crece, es una frase de Nietzsche, comentada por Heidegger en un libro que tuvo mucha importancia para mí, titulado "¿Qué significa pensar?". Un libro en el que además –de esto me di cuenta cuando lo retomé esta mañana–, Heidegger incluyó la dedicatoria: "A mi fiel compañera". Ahora bien, se acaba de publicar recientemente la correspondencia entre Heidegger y su mujer; las Éditions du Seuil me hicieron llegar un ejemplar que todavía no tuve tiempo de leer, pero el agregado de prensa me dijo: "¡Usted no sabe! Elfried, la esposa de Heidegger, le fue infiel. El segundo hijo de Heidegger no es de él". Yo quedé estupefacto y esta misma mañana veo esa dedicatoria, ¡"A mi fiel compañera"! Entonces, no sé qué significa "pensar", pero en todo caso esto da qué pensar...

De modo que contaba darle continuidad a esta introducción partiendo de esa frase, el desierto crece. Entiendo que es el desierto de la cuantificación, de la devastación, de eso que Heidegger designa muy bien como desolación [6] y escribe entonces –les citaré como quiera que sea este pasaje antes de despedirme hasta la próxima–: "La desolación de la Tierra, que se corresponde con el más alto standing alcanzado en la vida del hombre y asimismo con la organización de un estado de bienestar uniforme para todos los hombres".

Pues bien, nos encontramos justamente en la época en que se desarrolla la ciencia del bienestar, promovida además por un extraordinario Lord inglés, Lord Layard, a propósito de quien ustedes tendrán la ocasión de leer en mi diario un estudio realizado por Pierre–Gilles Guéguen y otro por Éric Laurent.

Estamos en la época en la cual, en efecto, la cuantificación se adueña de todos los aspectos de la existencia y esto hace resonar / razonar en nosotros la obra de este autor tan apreciado por Lacan, T. S. Elliot, quien apenas despuntado el s. XX, poco después de terminada la Primera Guerra Mundial, había escrito y publicado ese poema sorprendente –y que sigue siéndolo–, "The Waste Land" ("La Tierra Yerma"), la tierra asolada, elegido por Lacan para terminar su "Discurso de Roma".

Pues bien, allí estamos, en los tiempos que corren estamos en la tierra asolada y tenemos que vérnosla con quienes Nietzsche llama "los últimos hombres". Allí se inscribe la campaña Accoyer, la anti–campaña depresión, que se prolonga en una campaña contra la cuantificación total; es nuestro combate contra los últimos hombres.

De toda evidencia, se trata de un fenómeno de civilización. ¿Estamos en combate con un fenómeno de civilización? Como quiera que sea, la época de Freud fue la del diagnóstico, aquél del "malestar en la cultura", apuntando que algo no marchaba bien. La de Lacan fue la de los impasses en la civilización, donde todo aquello que en Freud estaba todavía confuso, difuso, se fue afilando y en los tiempos de Lacan despejó sus líneas decisivas.

Pues bien, lo que se espera de nosotros hoy no es el diagnóstico, no es por allí que pasa la acción lacaniana. El discurso de la cuantificación, hoy, de manera perfectamente explícita, busca apropiarse las emociones, la campaña depresión no es otra cosa. Consiste en adueñarse de los secretos, de lo más profundo del ser de la tristeza y recubrir esta emoción íntima con una base (Cf. química, matemática) repugnante. Procura también integrar por completo los fenómenos del registro subjetivo en los formularios de investigación. Así es como la cuantificación avanza hoy hacia el Campo Freudiano.

Es teniendo como fondo este panorama de nuestra civilización que tracé rápidamente, que se producen los acontecimientos a los cuales vamos a asistir o en los que vamos a participar en las próximas semanas.

El profesor Huntington hizo que hablásemos mucho de las civilizaciones; dije por mi parte que los choques de civilizaciones son choques de maneras de gozar, pero hay también una guerra civil en la civilización occidental. Una guerra civil entre maneras de gozar.

Pues bien, esta es la guerra civil que con total civilidad, nosotros llevamos adelante y no lo hacemos por razones accidentales, circunstanciales, azarosas, sino por razones que tienen como fundamento la estructura y la historia del discurso analítico; es en función de ellas que partimos en campaña.

Hasta la semana próxima.

Fin de la Primera Sesión del Curso JAM 2007-2008 - 14.11.07

 
 
Notas
1- Tener en cuenta que en esta expresión coloquial francesa, el verbo "couler" introduce una idea de discurrir, de transcurso, de tiempo que se deja pasar en calma, lentamente. (N. de la T.).
2- "Sentiments", en plural, se emplea por lo común en la lengua escrita, como parte de las fórmulas acuñadas para expresar respeto y reconocimiento en el cierre de la correspondencia, por ej.: "Veuillez agréer, (Madame) (Monsieur) l´expression de mes sentiments distingués". (N. de la T.).
3- A partir de aquí, el texto pone de relieve una especificidad de la lengua francesa, donde la palabra "tiempo" se escribe siempre en plural, temps; ése es, además, el empleo más habitual del término. La diferencia entre el plural y el singular queda marcada por el artículo que antecede, "le" o "les". En los casos en que esta particularidad se presta a confusión en el desarrollo que sigue, optamos por dejar el término en francés y aportar, cuando lo consideramos necesario, la expresión que le corresponde en castellano. (N. de la T.).
4- No encontramos el equivalente de este término en castellano. (Orig.: pág. 10, 2da. col., último párr.) (N. de la T.).
5- Entendemos que en este pasaje JAM hace jugar, valiéndose de un equívoco en la ortografía, el término francés addition (suma, agregado) y el inglés addict, addition, que en su significado incluye, además de ser aficionado a..., la narcodependencia. (N. de la T.).
6- El término francés desolación reenvía, por un lado, a ruina, destrucción, devastación, daños causados por el hombre con violencia y rapidez, que afectan una gran extensión; por otro, a aflicción extrema. (N. de la T.).