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El Debate de la Escuela Una N° 3
 

Comentarios a algunas cuestiones abordadas en la carta precedente
Jacques-Alain Miller
[JJ Nº 78]

El problema de las admisiones: Una institución vive, querido colega, como vive usted. Usted fue joven, usted es viejo. Una institución que nace, que se debate por existir, es agradecida con quienes quieren unírsele en la indigencia en que se encuentra. Usted sabe en qué situación estábamos a la muerte de Lacan. ¿Quién era la Escuela? Un pequeño grupo de jóvenes responsables que se engancharon; algunos mayores: los Lefort, los Lemoine, Wartel, Razavet, otros; y unos 100 miembros de la disuelta Escuela de la que la ECF era la balsa de la Medusa. Para hacer número se aceptó a 50 miembros que provenían del Departamento de Psicoanálisis de París VIII y aún a 50 que venían de ninguna parte como usted dice.

La Escuela del 2010 no es ya la Escuela de 1980, para lo mejor y para lo peor. Unirse a la Escuela hoy día no es subir valientemente a un esquife en el que se apretujan los restos de un desastre oscuro, es entrar en un establecimiento de buena reputación, potente y respetado, tan ricamente dotado como para aflojar los cordones de su bolsa sin percatarse siquiera, pertrechado con todas las acreditaciones sociales, introducido en los Ministerios, y que es parte de una vasta red internacional de estrechos vínculos. Entonces, si la Escuela ha cambiado hasta ese punto ¿es tan sorprendente que las condiciones de admisión en la Escuela hayan cambiado también?

No fue diferente en el comienzo de la Escuela freudiana, hace ya tiempo, en 1964. Para llegar a duras penas al centenar de miembros, fue preciso que Lacan pescara a un mocoso de veinte años, que lo leía desde hacía seis meses, y a dos de sus camaradas cuando ninguno valía ni un comino (yo, Milner y, si mi recuerdo es bueno, Yves Duroux). El diálogo de Susanne Hommel con Lacan pone de manifiesto la mentalidad del momento: “Acabo de pedirle que sea miembro de la Escuela. - Pero le pido que sea miembro de la Escuela. No todo el mundo quiere hacerse miembro de la Escuela”.

Sólo que, en la Escuela freudiana, la política de admisiones permaneció sin cambios. De manera que, en dieciséis años, alcanzó y sobrepasó la cifra de 600 miembros (a pesar de la sangría ocasionada por la revuelta de notables y su marcha para fundar el “Cuarto Grupo”). Desde 1973, cuando volví a estar en contacto con la institución, los lacanianos, los lectores de Lacan al menos –digámoslo así– eran mucho menos numerosos en ella que los alumnos de Doltó y de Jean Oury (psicoterapia institucional) juntos. Este crecimiento, alimentado por los jerifaltes que empujaban cada uno a sus confidentes, fue una de las causas de la desaparición de esa Escuela.

Considero que si la Escuela sobrepasa este año la frontera de los treinta años, su crecimiento mesurado, el hecho de que seamos 377 o 378 miembros (cifra que me acaba de proporcionar Anne Ganivet), no carece de importancia.

No olvido a los dos pasadores a los que usted mencionó y que se quedaron fuera de combate, injustamente dice usted. Hace falta que nos diga algo más: ¿han hecho ellos el pase, sus pasadores? ¿Han tomado la palabra en las últimas Jornadas? y por lo demás ¿por qué no decir quiénes son?

“Un deseo demasiado grande”. No me gusta más que a usted esa frase que trae a colación. El problema no es el “demasiado”. ¡Quiera Dios que se nos unan colegas muy ambiciosos! Tenemos más que temer de aquellos cuya ambición se limitara a llegar a ser miembros. El problema, en mi opinión, no es tanto reconocer como promover. Y digo que la Escuela, si quiere ser algo distinto a una ficción, si deseamos que exista, que sobreviva y, mejor que sobrevivir, que se regenere periódicamente, debe dar prueba de algún egoísmo institucional: ¿qué se puede hacer por ella? ¿Qué se le puede aportar, qué saber, qué energía, qué promesas? No, la Escuela no está ahí para recompensar a los meritorios, ni para servir de asilo a viejos servidores, ni para dar gusto a sus simpatizantes. No es “una madre suficientemente buena” ni tampoco “un frío monstruo”. La Escuela es un cálculo sobre el porvenir. Provino de la apuesta sobre el porvenir hecha por Lacan y que fue una disolución. Esa apuesta se ha ganado. Nos toca apostar a nosotros.

Ningún chantaje a la pureza. En tanto que tiene miembros, que los selecciona, la Escuela no es el psicoanálisis puro, es psicoanálisis aplicado. Es psicoanálisis aplicado a la constitución y el gobierno de una comunidad profesional, y a las relaciones de esa comunidad con los poderes establecidos en la sociedad y el aparato del Estado. Durante los años en que estuve en el Consejo, me preocupé por el pase, me preocupé también de que el número de no médicos estuviera, entre nosotros, equilibrado con un número similar de médicos. Lo que no carece de importancia en el reconocimiento del que goza la Escuela. Y para reconocer, es preciso ser reconocido. Un médico le aporta a la Escuela un crédito social que un no médico no le aporta. Es así. Una gestión prudente del interés de la institución lo tendrá en cuenta.

Los ni… ni… ¿Hay que sorprenderse, hay que indignarse de que la Escuela sea reticente a admitir a no médicos y no psicólogos? El mundo cambió desde que el encantador X* fichó al encantador Y*. Se nos impuso la enmienda Accoyer y no a falta de haberla combatido. Actualmente toda Europa reglamenta la práctica “psi” sobre bases comparables. Desconocerlo sería poner en práctica lo que se llama política del avestruz. La Escuela no existe en el cielo de las Ideas, es una institución que se debate por la causa freudiana en un mundo efectivamente real, wirklich, y esto trae consigo adoptar compromisos, sí, a condición, desde luego, de que sean “revolucionarios” como decía alguien, quiero decir que hagan avanzar la causa. En el fondo, sólo me entiendo con los “hegelianos”, quiero decir con quienes tienen el concepto de la “ley del corazón”. François Regnault sabrá multiplicarlos entre nosotros. Lacan, dígase lo que se diga, siempre permaneció fiel a Hegel, al menos en esto.

Por lo tanto, en adelante, será más difícil llegar a ser miembro de la Escuela si no se es médico ni psicólogo (yo no lo soy más que Vd.). Precisamente esto nos permitirá admitir a los ni… ni… con talento, que serán necesariamente poco numerosos. Hacerse psicólogo no es el fin del mundo de todos modos. Cuando Laplanche, alumno de l´Ecole Normale Supérieure, quiso hacerse analista, Lacan le conminó a que hiciera estudios de Medicina. Era a mitad del siglo pasado. No veo nada indecente en explicar al novato que el psicoanálisis no le dispensa de pagar las facturas ni de darle al César lo que le corresponde. Para él, ese principio es de tradición.

Una subversión de utilidad pública. Una institución, considerada como el conjunto de sus miembros, pertenece evidentemente al registro de la extensión. La definición del miembro en cambio es una cuestión de intensión. Si se quiere que el conjunto E, puesto por “Escuela”, no contenga más que a psicoanalistas, sólo hay que aceptar entonces a AE –suponiendo que los jurados sepan lo que hacen. Lacan lo pensó: es la fórmula que propuso a sus alumnos italianos (Autres écrits, p. 307). Su práctica fue muy diferente: presencia de no analistas (ibidem, pp.269-272), nominación de AME, hechos para responder “con respecto al cuerpo social” (ibidem, p.294).

¿Por qué una Escuela? Se trata en suma de crear y hacer perdurar una institución que satisfaga plenamente las exigencias del Estado y de la sociedad, aunque albergando en su seno una práctica subversiva del sujeto llamada psicoanálisis puro. ¿Por qué dar pruebas, recibir asentimientos? ¿Por qué ese gran despliegue de semblantes? A fin de alojar el pequeño alveolo imprescindible para la formación de los analistas y su acreditación por otros analistas.

¿La institución, sus compromisos, incluso sus ardides decepcionan a sus fantasmas? Suprima todo eso, ya no hay Escuela y ya no hay alveolo. Un agujero nunca existe solo. Un agujero no existe en el vacío. Es lo contrario ¿quiere usted consolidar la institución a tenor de su época? ¿Modernizar, incorporar la institución a la sociedad, a los “media”, al mercado? ¿Llegar a ser un engranaje del Estado o uno de sus pseudópodos, la Universidad, la asociación Aurora o qué sé yo más? Entonces ningún alveolo tampoco.

No encontrará receta, ni matema, que le diga cómo hacer, que le dé indicaciones en cada caso, en cada circunstancia, de cómo negociar el pase entre Caribdis y Escila. En esto se navega a ojo.

Malthusianismo. ¿Alguna vez dio pruebas la Escuela de un “inveterado malthusianismo”? Discutámoslo. A mí me parece que durante más de un decenio hubo una gran penuria de jóvenes en la Escuela de la Causa, como en las demás instituciones psicoanalíticas. Hacia 1995 nos faltó una generación. Ahora la juventud ha vuelto a encontrar el camino de la Escuela. ¿Y por qué? ¿Y cómo? En mi opinión fue el voto unánime de la Escuela contra la enmienda Accoyer y el rigor de una serie de Foros, nunca vistos hasta entonces, lo que nos valió el favor de la juventud. Entre todas las instituciones analíticas una sola, la nuestra, demostró en acto, y asumiendo todos los riesgos, que tenía todo su empeño puesto en el porvenir del psicoanálisis y que luchaba, aquí y ahora, en la Wirklicheit, no por sus actuales miembros, que en modo alguno estaban amenazados, sino por sus menores. No olvidemos que, en un mes, nuestra ofensiva-relámpago de noviembre del 2003 triunfó sobre un texto que, sin embargo, fue votado por unanimidad en la Asamblea Nacional (el 3 de diciembre Accoyer retiraba la enmienda en su primera forma; dejemos que otros deploren la indebida influencia de los intelectuales, o de los grupos de presión, en la vida política nacional). Y a partir del 2004 (o del 2005) las Secciones clínicas revelan una afluencia inédita de jóvenes. Imagino que es esa generación la que, en noviembre último, subió a escena. La generación Jornadas es la generación Foros, cinco años después.

El pase a la entrada. Efectivamente tuve la tentación de reanimar el pase, entre nosotros, recordando que los candidatos al pase que no fueran nombrados AE podían sin embargo ser recomendados por el jurado para que el Consejo los nombrara miembros. Esta práctica se introdujo en nuestras costumbres. Pero propuse también otra cosa: que, sin pretender sin embargo estar al término del análisis, se pudiera pedir la entrada en la Escuela, como miembro, por medio del pase. Esta propuesta fue adoptada con tanto entusiasmo y fue objeto de tal propaganda (“¡Adelante, es el momento!”) que hubo que volver a considerarlo todo de nuevo. Cuando se puso de manifiesto que los jurados del pase no iban mucho más allá de comprobar que el sujeto en cuestión estaba en análisis, el “pase a la entrada” quedó en suspenso. ¿Quién habría podido prever que las Jornadas de noviembre iban a verlo renacer? ¿Que un sujeto, escribiendo para el público, diría hasta tal punto más que al mandatario de un Consejo que lo recibe a solas? ¿Diría tanto, o casi tanto, como a un pasador? No he acabado de meditar sobre esto. Le invito a que lo haga.

El seguidismo. En treinta años ha tenido tiempo usted de convertirse en un anciano, tiene una experiencia y una sabiduría por comunicar en adelante a esos jóvenes que salen, todo fuego, todo pasión, de las Jornadas. ¿Qué experiencia? que las consignas cambian; que el CPCT, puesto un día por las nubes, es pisoteado al siguiente; que un “¡viva el pase a la entrada!” anuncia su próxima cancelación. ¿Qué sabiduría? algo así como “a menudo la mujer varía, loco el que de ella se fía”. Pero ¿quién varía aquí? ¿Quién dice blanco después de haber dicho negro? ¿Quién lanza las consignas y después las anula? Usted no menciona mi nombre pero ¿quién no lo ha comprendido? No es usted el único, además, que percibe los avatares de la institución en ese registro grotesco: uno de nuestros colegas recomienda a sus amigos: “no hacer nunca lo que JAM pide, en un mes habrá cambiado de opinión”; para otra colega no es lo que yo enuncio lo que constituye un problema sino mi “modo de enunciación” y sus efectos de sugestión. En resumen, ninguna oposición al fondo sino frases satíricas sobre mis supuestos bandazos y burlas hacia quienes ajustarían su paso al mío sin pensarlo antes.

¿Qué quiere que le diga? Lo asumo. Toda “Massenpsychologie” incluye efectivamente esos fenómenos que usted clasifica bajo la rúbrica de “unanimismo”, mejor dicho “seguidismo”. Es un aspecto de las cosas. Privilegiarlo no conduce lejos: o bien se retira uno en el despecho, la envidia, o la cólera, incluso el humor; o bien se afana uno incesantemente en desanimar, en desmoralizar, a los “seguidistas”. En ambos casos se juega, como usted señala, al non-dupe. Con poco gasto se siente uno superior a la masa. En cuanto a mi variabilidad, permítame que le cite mi respuesta a mi amiga Flory, de Buenos Aires, aparecida en el número 68 del Journal, el 8 de diciembre último: “En el 2000 era urgente dar a la AMP su identidad propia después de veinte años de Encuentros Internacionales. Al calor de esos Encuentros se forjó la EOL, y además la AMP y la EBP. Pero ese período, si se prolongara indebidamente, conduciría a la confusión: había que cortar. Hace diez años que estamos entre nosotros en la AMP. Hemos conquistado nuestra identidad. En adelante la AMP nos aprisiona, a nosotros. Se creería que la AMP se ha convertido en una comunidad de propietarios. Por lo tanto, nuevo giro didáctico: abrir, no completamente sino lo bastante para dar una perspectiva a los jóvenes y también para renovar las maneras y el estilo de nuestros intercambios que, en los últimos tiempos, han envejecido seriamente. Pedir que se tome en cuenta el factor temporal. Ningún reglamento es válido para siempre. En un principio produce los efectos positivos que motivaron su promulgación; después, pasado un tiempo Tx, llegan los efectos negativos. La apertura se convierte en caos, el rigor se hace mortífero. Por lo tanto, no se trata de pensar que “Miller cambia de opinión como de camisa, un día cierra, otro abre”. Los queridos colegas que lo dicen olvidan que el tiempo, quiero decir la duración, modifica el efecto de los procedimientos. Cuando los responsables están atentos, pueden hacer evolucionar las cosas con suavidad. Si no se preocupan, si dejan que las cosas fluyan, los cambios se producen pese a todo, pero bruscamente”.

Por lo demás ¿cree usted que jugar a “estar-de-vuelta-de-todo” sea ayudar a que “el ala del deseo”, como usted dice, no decaiga de nuevo? Usted habla de un “entusiasmo por encargo” ¿Quién encarga qué? Usted no cuenta las veces que no he sido escuchado. ¡Ah! no se ha percatado, usted. Bueno, pues yo sí. Tengo la suerte de que, a veces, algunos me sigan, confíen en mí, y sin embargo no se sientan disminuidos (sino que les lleve más bien a producir). Puedo concebir que eso le exaspere, pero no me hará decir que esté mal.

En conclusión, no, yo no creo que, en la institución, el problema más agudo sea el seguidismo, ni mis llamados bandazos. En todo caso, sería más bien el inmovilismo, el in situ con apariencia de movimiento: el tiovivo de los caballos de madera. No se sigue a nadie cuando se gira en redondo, efectivamente. Ya que es usted más sensible que otros a ese fenómeno del seguidismo, sería menester, me parece, que me ayudara a examinar el uso que hago de esa autoridad que se me consiente en la institución: ¿es bueno, es malo? ¿cómo debe ser en el futuro? Es algo que merece discutirse.

La gerontocracia psicoanalítica. Encuentro graciosísimo que los viejos diagnostiquen en los jóvenes un mal que se llama “demasiado deseo”. ¡Esa broma sí que es buena¡ Ahí tiene usted razón. Da justo en el blanco (dans la mille).

Queda que la gerontocracia tiene sus partidarios, Confucio por ejemplo, cuya doctrina en este punto no parece obsoleta en China. La propia práctica del psicoanálisis, por razones de estructura, engendra una gerontocracia en la institución, y es una tendencia difícil de contrariar. Fíjese en la Escuela freudiana. Un primer lote de ancianos se marchó con Lagache a la IPA. Los otros, los que permanecieron con Lacan, se fueron cinco años más tarde con ocasión de la querella del pase. Lacan recuperó in extremis a Clavreul haciéndolo vicepresidente, Leclaire se instaló en el Aventino, los jóvenes de la época fueron promovidos a las plazas vacantes. Pero esa generación de 1964 se volvió “gerontocrática” mucho más rápidamente aún que las precedentes y, como un solo hombre, desertó de la ECF en cuanto la generación siguiente, la de 1980, asomó el morro. Me parece que esta generación, la suya, lo hará mejor que sus mayores: no querrá desalentar a la generación del 2010, sabrá abrirle la puerta y permanecer con ella hombro con hombro.

Una palabra más. ¿Cómo un psicoanalista que no puede orientarse en la sociedad en la que vive y trabaja, en los debates que la convulsionan, estaría preparado para tomar a su cargo los destinos de la institución analítica? Nada más actual que la gran idea que Lacan se hacía del psicoanalista en 1953 (antes de tener que empequeñecerla dada su experiencia con los psicoanalistas existentes) y el requerimiento que les dirige (Escritos p. 309): “Que conozca bien la espira a la que su época lo arrastra en la obra continuada de Babel, y que sepa su función de intérprete en la discordia de los lenguajes”. Podíamos desatenderlo en la época en que los poderes públicos se preocupaban poco de las actividades de los “psi” (lo que, por lo demás, Lacan deploraba). Puesto que, en el siglo XXI, el psicoanálisis es un problema de la sociedad, un problema de la civilización, la elección es forzosa: el pase sin el foro sería la Escuela convertida en secta, el pase hecho semblante. Lo que no quiere decir: tomar partido. Quiere decir: hacer demostración en acto de nuestra posición como psicoanalistas, no sólo en “la cura” sino en “la ciudad”. Por lo tanto, cita en el Foro del 7 de febrero.

 
 
Traducción: Carmen Ribés