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Por Jacques-Alain Miller

El 14 de junio último concluí diciendo que el secreto del campo visual es la castración. Secreto que le da brillo a las obras que nos esconden y desmienten exactamente a la castración.

¿Quizás el secreto de la estatua griega sea desmentir la castración? También es el secreto de la particular exaltación en el siglo XIX de la civilización griega antigua como una cultura sin malestar. Exaltación que está marcada, según parece, por un innegable toque homosexual. La estatua griega es esta imagen idealizada del cuerpo humano -podemos decir siguiendo a Hegel-, que es utilizada por el artista para expresar, para hacer perceptible materialmente el elemento espiritual de la humanidad (reprimiendo totalmente el elemento físico), incluso para presentarlo bajo una forma impecable. Como destaca Hegel, la estatua griega muestra la imagen divina en el colmo de la felicidad, autosuficiente, con una duración tranquila y siempre igual. Y en esta suspensión del tiempo hay una puesta entre paréntesis de la castración inherente al tiempo, inherente a la diferenciación y a la decadencia que introduce el tiempo. Es la imagen de una homeostasis perfecta.

Por eso mismo, si bien esta imagen provocó fascinación cuando se impuso, sin embargo comenzó a instalarse el malestar en la civilización (es por ello que ubico en el siglo XIX esta exaltación de la civilización griega antigua), precisamente porque, en el fondo, nos quedan de ella imágenes de un cuerpo sin goce, un cuerpo que no está trabajado por el goce.

Para volver a darles un poco de presencia para nosotros a esas imágenes exaltadas que aún hoy continúan siendo la referencia de la perfección del cuerpo humano, pensemos en lo que esta imagen griega excluye absolutamente, y que yo designaría por la representación de la mueca. Hay formas de arte que, por el contrario, han exaltado la mueca. Y los griegos, que no ignoraban la mueca, la rechazaron relegándola a la escena del teatro cómico. Pensemos en la ostentación que nos presenta el arte de un Jerónimo Bosch así como el expresionismo, en el trabajo artístico de la mueca. Lacan trata en alguna parte de "Televisión" acerca de "la mueca de lo real".

Es, en el fondo, lo que está excluido de las estatuas griegas antiguas, donde asimismo existe, por el contrario, una suerte de penetración integral de lo imaginario por lo simbólico, pero también una dominación de lo simbólico por la armonía imaginaria, y sin resto. Es esto lo que exalta y es esto lo que da el sentimiento de una espiritualización de la materia.

Es bastante divertido pensar, en el orden de la mueca, que esas estatuas perfectas -no podemos evitar pensarlo- han pagado muy caro la desmentida de la castración que encarnan, esto es que nos llegaron especialmente mutiladas. Es como una venganza ejercida por el tiempo contra esas imágenes de la plenitud. Y en cierto modo nos ocupamos especialmente de extraer un tributo de castración de esas imágenes. Podemos decir: "¡Es culpa de los turcos!". Pero no han sido más que los mensajeros de esta venganza que evoco aquí.

En la civilización griega no ignoraban lo que, definitivamente, había de excesivo, o peligroso, fatal, en erigir esos monumentos de perfección, ese sueño. No ignoraban la mentira que estaba representada allí, y es por esto -como bien lo señaló Nietzsche- que al costado de la dimensión apolínea del arte, la civilización griega daba lugar al elemento dionisíaco. Lo ponía al costado, pero le asignaba su lugar, y de una manera cruda. Es lo que he visto en la ciudad de Delos: falos erigidos, monumentales, que nos llegan bajo una forma truncada, es decir, que no tenemos más que la base de esas estatuas bajo la forma -perdónenme- de "cojones" enormes. Es este "al costado" de la estatua griega del cual habla Hegel.

Sigamos un poquito esta pista de la mueca, ya que estábamos en la imagen del cuerpo la última vez, para constatar que el arte cristiano le da un lugar eminente a la mueca, la mueca del dolor. Así Nietzsche tiene razón, me parece, en pensar que esta imagen que se exalta habría sido repugnante para el griego antiguo: la imagen del cuerpo sufriente del Cristo en la cruz.

Y al lado de esta imagen donde el dolor penetra el cuerpo y que se exalta por ello mismo, al lado están, sin duda, las imágenes de la felicidad, especialmente aquella en donde Dios es mostrado en los brazos de su madre. Es una felicidad, si puedo decirlo, que no es la felicidad griega, es una felicidad maternal e infantil, de donde está excluido el falo dionisíaco; es una imagen dominada por la madre. Al mismo tiempo se le da lugar a la instancia del falo exponiendo gustosamente, como lo señaló un erudito, los genitales del niño-Dios. Pero en cuanto al Cristo adulto, se lo representa sufriendo bajo la mirada del padre.

Éstos son algunos elementos que están en la línea de lo que evocaba la última vez, algunos elementos de una historia psicoanalítica del arte. Pensaba consagrar esta última clase, la verdadera, a ese tema, que habría dado lugar a una interrogación sobre el arte abstracto, y me hubiera divertido situar algo así como una especie de anorexia imaginaria. En efecto, primeramente se trata de matar la imagen del cuerpo y con ella toda imagen representativa, para producir imágenes privadas de significación. En el fondo, el arte abstracto -que pudo presentarse en un momento de la historia del arte como su destino final- logra una desconexión de la imagen y de la significación.

Sería divertido hablar de un arte anoréxico, porque ello pondría de relieve, por oposición, la bulimia imaginaria que se conecta con él. La cultura del malestar -que es la nuestra, tal como la bautizó Freud- se caracteriza, a nivel de lo imaginario, por una absorción acelerada e intensa de imágenes a la cual invita al sujeto, siendo la televisión el médium privilegiado pero no el único.

Todos los análisis hechos por Lacan del campo visual convergen en el punto que he dicho: en todos los casos el secreto de la imagen es la castración. Y es por esto que utiliza como paradigma el cuadro de Holbein donde esa pareja imaginaria -esos dos tipos ornamentados que nos son presentados, esos dos ricos- en verdad disimula, nos hace perder de vista el objeto, que es donde Lacan ve el eje del cuadro, esta cabeza de muerto anamorfósica, de la que él dice: es menos phi, es el falo imaginario en tanto castrado. Descifrando el cuadro de este modo, con lo arbitrario que podemos reprochar a esta interpretación, apunta a dárnoslo como paradigma del secreto del campo visual. Y cuando analiza el cuadro Las Meninas, de Velázquez, ese secreto, ese eje del cuadro, va a buscarlo bajo las polleras de la princesita, donde se disimula también menos phi.

Podríamos decir que el arte abstracto nos presenta ese menos phi en directo, por el hecho mismo de que se trata de imágenes sin significación representativa, y con el desafío burlón que consiste en poner títulos que no pueden disimular que esas telas nos ponen a prueba frente a la castración de la significación. Allí el objeto, tan radiante como sea en su pureza material coloreada -objeto del cual se nos invita a gozar- nos es ofrecido en el cuadro siendo siempre el elemento esencial menos phi.

Y eso se verifica en el hecho de que el arte abstracto hace imposible la iconología. Lo que no impide que se desarrolle la iconología del arte abstracto, sólo que es delirante, a diferencia, por ejemplo, de la iconología del arte del Renacimiento.

Si yo hubiera desarrollado esos elementos psicoanalíticos de la historia del arte, habría hablado de dos formas del arte abstracto. Habría distinguido el arte donde la imagen se emancipa del significante, y donde el efecto de significado especula sobre lo que sería una belleza en estado puro, en estado salvaje, o donde es el color el que reina más que la forma, como lo quería Kandinsky.

Y no tendría mucha dificultad, me parece, en oponer la escuela de Malevitch o de Mondrian. Allí el significante mata la imagen significativa y, precisamente, por la forma, pero una forma que es totalmente opuesta a la forma del cuerpo, puesto que es la forma geométrica, es decir, una forma que está enteramente al servicio del significante.

Hubiera podido divertirme situando el momento del cubismo que nos enfrenta a la disolución de la imagen que realiza la geometría y al trabajo de disolver la imagen. En esta tentativa que decrece hov en día y que ya pertenece al pasado, observo algo así como una puesta en escena de la relación antinómica entre el significante y el objeto pequeño a, lo cual testimonia que el goce visual no se reduce a la significación, que escapa al significante y a sus efectos de significado. Por lo tanto, quizá podemos encontrar sentido al hecho de que esta tentativa sea contemporánea del psicoanálisis.

No desarrollo hoy esta historia del arte puesto que trato, en esta última clase, de reunir ciertos elementos que aún imaginaba poder desarrollar.

Antes de dar el acorde final del año para pasar a lo que sigue, hago un retorno al Seminario 11, Los Cuatro Conceptos..., para, finalmente, dar su lugar exacto al hecho de que el análisis de Lacan de la pulsión escópica está precedido por un análisis del sueño. Para captar lo que concierne al cuadro, es necesario para nosotros partir del sueño. Porque el sueño y el cuadro, en el fondo, tienen en común el ser dos versiones de la representación. Por ello doy lugar al capítulo 5 de ese Seminario que, con el título "Tyché y automaton", está consagrado de hecho a lo real en la representación, y que considera lo real a partir de la representación del sueño. Plantea ahí la pregunta psicoanalítica a la representación: ¿qué es lo que es wirklich, que es lo que es real en la representación del sueño? Esta pregunta analítica se opone al aforismo según el cual "La vida es un sueño", aforismo que contiene una profesión de fe irrealista, es decir que no habría nada real en la representación.

Sin duda se adhiere a toda representación la sospecha de irrealidad, ya sea el sueño o la percepción del cuadro, como lo vemos si partimos del ternario del sujeto, de la representación y de la realidad.

A partir del sujeto de la representación, la sospecha de irrealidad es siempre legítima; es decir que, de hecho, no hay nada real. Inscribo aquí una doble barra para excluir la referencia a la realidad, que implica que la representación no sería nada más que un sueño.

Sin duda, es lo que comporta el esquema mismo del velo, en tanto que hace algo con lo que en realidad no es nada. Y por este sesgo circula la acción del menos phi que extiende, que puede extender a la representación, esta sospecha de irrealidad que encontró su marca más fuerte, más segura, en la filosofía del obispo Berkeley.

Haciendo preceder el estudio de la pulsión escópica de un análisis renovado del sueño, Lacan hace objeción precisamente a eso, tratando de indicar el lugar de un real que no puede caer bajo esa sospecha de irrealidad.

Por ello recae necesariamente en ese lugar la dialéctica del sueño y del despertar: del sueño, despertamos. Y, aparentemente, nos despertamos precisamente porque una realidad irrumpe en esta representación privada, en el momento mismo en el que la conciencia y sus representaciones imaginarias aparecen como las más apartadas de la realidad.

Es allí donde Lacan da como ejemplo su sueño. Ese sueño donde la realidad irrumpe bajo la forma de golpes en la puerta, es despertar. Si bien hay una parte de la vida que es sueño, hay al menos una parte de la vida que es también despertar del sueño.

Pero eso no es todo. Agrega que antes de despertarse del sueño, a causa de la intrusión de la realidad, y antes aún de acceder a la percepción de la realidad, antes aún que la conciencia del sujeto se reconstituya alrededor de la percepción de la realidad, hay de manera fugitiva una traducción en el sueño de los golpes en la puerta que vienen de esta realidad.

Por lo tanto, algo tiene lugar entre percepción y conciencia: una traducción soñada de la realidad.

En cierto modo, elaborando la percepción de los golpes dados en la realidad el sueño retarda el despertar, y por esto mismo satisface su función: permitir continuar durmiendo. Pero también señala esta interposición de otro espacio, de otra escena, de una escena de la traducción, donde lo que ha tenido lugar -incluso ligado a esta realidad del ternario- no es, no constituye una percepción de esta realidad, sino una traducción.

Y es allí donde se empalma el segundo sueño al que apela Lacan, el sueño que comienza el capítulo VII de la Traumdeutung. Freud acota, por otra parte, que es un sueño que no plantea ningún problema de interpretación. Afirma que el sentido (Sinn) es inmediatamente accesible. Es el sueño del padre, quien habiendo velado cerca del lecho de su hijo enfermo día y noche durante largo tiempo, luego de la muerte del niño va a descansar a la habitación de al lado, dejando la puerta abierta; un viejo encargado de velar está sentado cerca del cadáver. "Después de algunas horas de reposo soñó que su hijo se acercaba a la cama en que se hallaba, le tocaba el brazo y le murmuraba al oído, en tono de amargo reproche: 'Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?'."[1] El padre se despierta y percibe una viva luz que proviene de la habitación mortuoria; se precipita en ella, encuentra al viejo dormido: la mortaja y un brazo del pequeño cadáver han sido quemados por un cirio que les cayó encima.

Tenemos allí, de manera más compleja, la articulación de lo que tiene lugar en la realidad: la caída del cirio; podemos suponer también -¿por qué no?- que se produce un ruido; asimismo, la luz viva... Pero no es nada de eso aquello que despertó al padre: lo despertó la elaboración que tuvo lugar en el espacio del sueño. En el fondo, lo que lo despertó no es la realidad común donde tenía lugar esta pequeña catástrofe: es, apropiadamente hablando, la realidad psíquica. Por esto puede decir Lacan que hay más realidad en el mensaje del hijo, "Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?", que en el ruido del cirio que caía. Dicho de otro modo, ¿qué es lo que aquí despierta? Es menos la realidad que la realidad psíquica donde se repite algo por medio de la realidad. Aquí la voz del hijo en el sueño, "Padre, ¿no ves que estoy ardiendo?", es lo que hace intrusión como real en la representación del sueño, del mismo modo que la mirada del padre hacía intrusión en la representación perceptiva de la Acrópolis en el recuerdo de Freud.

Si tomamos lo que es del orden de la imagen y de la representación en esta perspectiva, la representación tiene un reverso y este reverso, en este ejemplo, se torna presente por el sueño. Se hace presente con la voz del hijo como se hacía presente, en el otro ejemplo, con la mirada del padre. Por ello, la Vorstellungsrepräsentanz -el representante de la representación-, no es homólogo de la representación, sino que es el sustituto en el inconsciente. Lo que revela aquí es lo más íntimo de la relación del padre con el hijo, que hacía vacilar a Freud en la Acrópolis; lo más íntimo de la relación del hijo con el padre, sobre un fondo de angustia.

Entonces, esta otra realidad no puede caer bajo ninguna sospecha de irrealidad. A esta otra realidad escondida tras la representación -a la cual Lacan denomina "lo real"-, la califica Lacan en el capítulo -de una manera que no está justificada paso a paso- como "la pulsión".

¿Qué es la pulsión cuando no nos dejamos atrapar por el espejismo del Estadio del espejo? Porque el Estadio del espejo hace creer que la pulsión está esencialmente ligada a la imagen, que la pulsión es esencialmente goce imaginario. Y Lacan logra que nos percatemos con este ejemplo de que la pulsión está ligada a un mensaje. Es por esto que la asimiló a una cadena significante e, incluso, pudo asimilarla al código de una cadena significante.

En su esquema de "Subversión del sujeto...", la pulsión está presentada como un "tesoro de significantes", por lo tanto tópicamente homólogo al lugar del gran Otro, como una suerte de vocabulario especial de la escena significante inconsciente. Al mismo tiempo, la constituye como una forma límite de la demanda cuando el sujeto no dice nada sin por ello hablar menos, con otros significantes diferentes de los del lenguaje articulado, es decir, como si hablara sin hablar. Queda el corte, subraya Lacan, presente en el artificio gramatical de la pulsión.

Pero hay que decir que queda algo más -no aislado por Lacan en su "Subversión del sujeto..."-: queda el trayecto mismo. Entonces, señala ahí el funcionamiento de un objeto en la pulsión cernido por el corte, el cual no es especular y es por ello que Lacan se ve conducido en su Seminario 11 a hacer del objeto de la pulsión el objeto nada por excelencia. Digamos que lo que él elabora más adelante en el Seminario 11 son esos dos rasgos de la pulsión, no sólo el corte sino precisamente el trayecto de la pulsión y el objeto de la pulsión como objeto nada.

A menudo nos sorprendemos de encontrar en los Escritos de Lacan la nada puesta en el rango de los objetos de la pulsión a igual título que el objeto anal, el objeto oral, la voz y la mirada, junto con el objeto fálico de la castración. Es todo lo contrario. El objeto nada como tal es el objeto por excelencia de la pulsión, susceptible de encarnarse, de materializarse de maneras diversas. Debido a ello, Lacan no ve otro ser más para este objeto nada que el topológico. Es el objeto pequeño a en tanto consistencia topológica el que puede encarnarse, en un segundo tiempo, capturando sus diferentes materias sutiles que han sido aisladas bajo cuatro o cinco especies diferentes. Para Lacan, ante todo, el objeto pequeño a se captura por su topología ideal y no debe ser confundido con lo que le sirve para cumplir su recorrido.

En el momento en que Lacan nos presenta su esquema de "Subversión del sujeto...", la pulsión es para él asimilable a una cadena significante donde el sujeto no habla; habla sin hablar en una cadena significante desprendida y paralela a la cadena significante normal donde el sujeto habla hablando, es decir significa. Lo que se descubre para Lacan, es la siguiente pregunta: ¿qué es esta cadena de la pulsión cuando no se trata para el sujeto esencialmente de significado? Y, en el fondo, la respuesta que elabora y que ya está allí muy presente en el texto de Freud, es que el sujeto que habla sin hablar no significa, goza; tiene con la pulsión como un trayecto que parece semejante a una cadena significante, pero cuyo producto es propiamente satisfacción, goce.

Todo el progreso de la enseñanza de Lacan que está en el horizonte de nuestro trabajo de este año es hacer reunir esas dos paralelas, la paralela del sentido y la del goce.

El sentido es esencialmente satisfacción, el sentido es goce. He dicho incluso el sábado último: "Nada decide el sentido sino la satisfacción". Pensemos en lo que es comprender. A qué llamamos comprender. Si quisiera ir rápidamente, diría: comprender es estar contento. En ocasiones estamos contentos también de no haber comprendido nada. Pero, en fin, digamos que comprender tiene un lazo esencial con estar contento. La cuestión de la interpretación, la pregunta ¿qué quiere decir esto?, abre a explicaciones, a traducciones hacia el infinito. Y, en el fondo, ¿cuál es el principio de detención, cuando dejamos de explicar? Dejamos de explicar cuando el otro confiesa estar contento. En la interpretación podemos decir que todo depende de encontrar con qué cosa el sujeto está satisfecho. Esto arregla las cosas y ridiculiza la cuestión del sentido del sentido (the meaning of meaning). ¿Qué es el sentido del sentido? El sentido del sentido es el goce. Es decir que la respuesta a "¿Qué quiere decir el sentido?" está a nivel de lo que Freud llamó la pulsión.

Esto tiene muchas consecuencias que conciernen a la semántica. En efecto, la semántica puede relacionarse con el significante. Es la lección que implica el esquema de Lacan:

S
s

El cual quiere decir: referir las cuestiones del sentido al significante. Esto implica que la sintaxis domina la semántica.

Y bien, Lacan nos invita a desplazarnos de este punto que él introdujo. La semántica es de hecho una cuestión de ética siempre.

Entonces, Lacan se dio cuenta, sin duda, de que el significado no venía con unidades bien delinitadas como el significante y que tenía, por estructura, una propensión a deslizarse, como él decía, bajo la cadena significante. Es esto lo que lo condujo a inventar un concepto del deseo que ubica como exactamente homólogo al significado. Y le dio a ese estatuto del significado como deseo un término tomado de la lingüística de Jakobson, metonimia. Como si, hablando de la metonimia del deseo, hubiera apaciguado la cuestión del sentido. Es la cuestión que reabrió, y no es seguro que nosotros la hayamos todavía alcanzado.

Hablar de la metonimia del deseo es asir el lenguaje a partir de la perspectiva que nos ofrece la lingüística saussuriana, enriquecida por Jakobson, y quizás esto nos enmascara lo esencial de la cuestión. Tal vez sea necesario pasar por debajo de los términos de significante y significado, de metáfora y metonimia, para encontrar, si puedo decirlo, la pureza de ese fenómeno. No voy a emplear para designar ese fenómeno el término sabio de metonimia, sino aquel hacia el cual Lacan nos dirige, el de "la fuga del sentido".

Son dos, Ogden y Richards, para plantear la pregunta del sentido del sentido y para haber sido lo bastante audaces o inconscientes como para escribir un libro que lleve ese título. Durante mucho tiempo Richards no fue para mí sino un nombre sobre la tapa de este libro o sobre otras tapas, hasta que tuve el placer de encontrar esta biografía reciente de Richards que, finalmente, lo vuelve vivo. Se la debemos a un universitario anglosajón llamado John Paul Russo. La segunda parte de la vida de Richards es patética. Se convirtió en el inventor del basic english y como dice Russo, el profeta y el ingeniero del basic english: un inglés simplificado que le parecía necesario en el momento en que el inglés estaba en camino de volverse una lengua universal. Entonces, dándose cuenta -por su trabajo con Odgen- de que en las definiciones de las palabras siempre vuelven las mismas, que para él son la base, dedicó la segunda mitad de su vida a aislar lo que podemos llamar las ideas nucleares del sentido, pensando que si se llegaba a transmitir las palabras de base, llegaríamos al punto en que todos los hombres finalmente hablen la misma lengua. Nueva edición, por tanto, del sueño de Leibniz, del obispo Wilkins, y que Umberto Eco recogió recientemente en una obra.

Richards le enseñó a Lacan algo que encontramos en "La instancia de la letra...": la importancia del contexto en toda cuestión semántica; que para comprender un enunciado hay que hacer referencia al contexto y que, simplemente, el sentido de una frase depende de lo que ha sido dicho antes, que toda frase tiene un pasado y que el sentido se aloja en ese pasado. Es por esto que Richards -ya viejo cuando Chomsky hace su aparición- no dejó de criticar la tentativa de Chomsky de aislar el sentido, de captar el sentido a partir de frases aisladas como producto de la estructura gramatical. En el fondo, trata de explicar que el sentido -tal como podemos aprehenderlo a partir de la estructura gramatical- es siempre un sentido empobrecido, un carozo de sentido con relación a lo que es el sentido cuando se toma en cuenta el contexto.

Eso es lo que constituye la belleza, la grandeza de la vida de Richards y de sus abundantes investigaciones, la tentativa de capturar el sentido. Porque el contexto se extiende muy lejos, el sentido depende de lo que se dice en referencia a lo que se dijo, a lo que dijo el locutor mismo -el cual puede tener un uso particular de las palabras-, a lo que dijo su interlocutor, pero también lo que dijo la comunidad donde está inmerso y su diálogo eventual con otras comunidades. El contexto depende del lugar, depende del tiempo, depende de la historia, depende del discurso universal. Finalmente, nos perdemos. Cuando tratamos de capturar el sentido, el sentido del contexto se extiende al infinito. Ese sentido corre por todas partes. Entonces tratamos -y es la tentativa que siempre retoma Richards- de enumerar los componentes del contexto, y esta enumeración llega al infinito. Nada que deba sorprendernos, y diremos: el sentido es metonímico, suponiendo que hay una cadena significante ordenada y que el sentido es como un flujo que se desplaza en ella.

Pero podemos decirlo de otro modo, porque eso todavía es ubicar el sentido, domesticar el sentido a partir de la cadena significante, con fines de uso.

Me parece que el punto de vista que Lacan introdujo es muy diferente. El sentido, ese sentido que no llegamos a capturar jamás, que cuando lo capturamos por un enunciado abre siempre a una nueva pregunta, "¿Pero, qué quiere decir eso?", el objeto es un objeto perdido, como un objeto perdido del lenguaje que no llegamos a recuperar. Mientras que sí ponemos al significante en su lugar con relación a otro: -S1: "¿Cómo estás S2? ¿Y tú, entonces?", por el contrario, nos rompemos la cabeza para encontrar el sentido (Ogden y Richards), y éste no se deja arrinconar.

Entonces, por supuesto, hay en esta búsqueda una faceta de impotencia que hace casi difícilmente soportable, patética, la investigación de Richards. Hay un aspecto "Laurel y Hardy" irresistible en esos dos. Por otra parte, el solo hecho de que sean dos quienes se pusieron a capturar el sentido, es cómico: ¡los dos parecen salidos del Estadio del espejo! Por otro lado, los pares de hombres son siempre ridículos: Rosencrantz y Guildenstern en Hamlet, que vienen apoyándose el uno en el otro como Hernández y Fernández (Las aventuras de Tintin), para representar la homosexualidad existente en el lazo social. Habría que estudiar, finalmente (es algo para aquellos que tienen el valor), la literatura de Erckmann-Chatrian, por ejemplo; la de los hermanos Goncourt o la de los hermanos Tharaud. Después Flaubert inmortalizó a Bouvard y Pécuchet, porque hacen falta dos para el todo saber, para encerrar el sentido se necesitan dos hombres.

¡Un hombre y una mujer es otra cosa! Por el contrario, allí se hace presente la fuga del sentido. Y, en general, no ocurre en el registro cómico; es más bien el registro trágico de una cierta incomodidad, de una cierta dificultad. Sería aún necesario, si quisiéramos estar completos, hablar de las parejas del amo y del valet, que encontramos en Marivaux, en Diderot: Jacques el fatalista y su amo; en Brecht: Mestre Puntila y su valet Matti; etcétera. Dulcinea, por otra parte, está verdaderamente muy lejos de la pareja Quijote y Sancho Panza.

¿El sentido se nos escapa porque somos tontos? ¡No es lo que dice Lacan! Incluso no es lo más patente en el esfuerzo de Richards. Heidegger subrayaba que la verdad fundamentalmente se esconde; es su rasgo, su modo, su aspecto fundamental: se esconde. Y bien, lo que dice Lacan es que el sentido fuga, como la verdad se esconde. El sentido se escapa como de un tonel.

Entonces hay que hacer algo con ello, hay que ver bien lo que esto implica. Implica -y esto es lo que la expresión de la metonimia del significado o de la metonimia del deseo disimula- que la fuga del sentido es un real del lenguaje. El sentido es el objeto perdido del lenguaje, en el sentido, si puedo decirlo, del objeto pequeño a. Y cuando Ogden y Richards intentan atraparlo, ¡y bien!, en efecto, el sentido se burla de ellos.

Es muy difícil atenerse a ello, acceder a esta definición que propongo, de la fuga del sentido como un real. Porque la representación que nos hacemos de un real es, justamente, de una resistencia, de algo imposible de cambiar que asociamos a la noción de permanencia. Con relación al significante -que tiene sus circuitos, que se desplaza-, nos hemos formado en la idea de representarnos lo real como "lo que vuelve siempre al mismo lugar" y, por esto mismo, con una imagen de inmovilidad, si puedo decirlo así. El sentido, en tanto que se escapa, se opone a esas representaciones que tenemos de lo real.

Para acceder a lo que aquí evoco hay que darse cuenta de que lo permanente, precisamente, es la fuga; que esta fuga del sentido es una propiedad de estructura del sentido, y que es por ello que constituye un real del lenguaje. Es el hecho de que el sentido no se deje captar, que se escape, que tal o cual acontecimiento lo dé vuelta, que por que alguien dijo en un momento dado, empleó un término o una expresión, lo vemos que corre en la lengua, al azar, imprevisible. Podemos decirnos: no hay nada real en esto. Y a partir del momento en que hacemos la etimología vemos, al contrario, cómo las aventuras de sentido pulverizan el significado. Porque la duquesa de Tal le dijo una vez al señor Cual "Me faltan las palabras", esta expresión entra en la lengua francesa. Por lo tanto, estamos siempre justamente en la contingencia y esto parece estar en las antípodas mismas de lo que es lo real.

Se trata de percibir las cosas desde un punto de vista superior. Hay un real; el hecho de que el sentido no se deje prever en sus avatares, es lo real del sentido, es lo que del sentido pertenece al lenguaje como real.

El sentido, en efecto, no está apresado por ningún significante, no se inscribe con ningún significante. Es allí donde Lacan propone que nos demos cuenta -en esta fuga misma del sentido- del estatuto más cierto, más "científico", de la razón sexual. En el fondo, es a través de la fuga del sentido, de ese fenómeno, que nos aparece en el lenguaje la inexistencia de la razón sexual. Es por esto que Ogden y Richards es "señor Ogden" y "señor Richards".

Trataré de hacerles percibir esta conexión un poco en cortocircuito. Lacan afirma de la razón sexual que "el lenguaje deje en ella un resto que no sea una chicana infinita". En efecto, representémonos esto simplemente. Ésta es la bolita del significante; se trata de hacerla caer directamente en el agujerito del significado y, bien conducida, hace que digamos lo que queremos decir y da justo en el blanco.

Decir que hay una chicana infinita, es otra cosa. Por otra parte, hay jueguitos para eso: hacemos pasar una bolita por una red dispuesta en zigzag; esto hace que no sepamos nunca en qué agujero va a caer, en el 10, en el 100, en el 1000. Aquí tenemos un esquema; es más bien así como se presenta.

Ponen la bolita allí; por lo tanto no va derecho, va así, y después se retoma aquí, y después hay todavía otro zigzag. Y lo que Lacan propone, precisamente, es que así es como funciona el lenguaje, o sea que, en el fondo, nunca sabemos dónde va a caer, en qué agujero exactamente va a caer. Es como el jueguito. Incluso propone que es infinito, es decir, que no cae nunca. Es por ello que la fuga estructural del sentido es un real.

Esto destaca exactamente que, si lo sexual no está a nivel del significante -a nivel del significante no tenemos más que el falo, pero no tenemos lo sexual como razón-, su conclusión es: lo sexual está a nivel del significado, está a nivel de la fuga del sentido.

Esto da cuenta de la escritura misma de Lacan: él escribe y escribió cada vez más a nivel de la fuga del sentido, es decir, textos en zigzag precisamente.

Es divertido; vemos a colegas españoles que no saben francés. Entonces dicen: no llego a comprender a Lacan pues no tengo acceso a ese texto. En consecuencia, tienen colegas bilingües que les traducen a Lacan al español, que les descifran precisamente a Lacan, que lo pasan de una lengua a la otra. Después, nuevamente, dicen: no entendemos nada. Es lo que evoca ese momento, ¡ellos no comprenden nada como nosotros mismos! Y es eso exactamente lo que afirma Lacan: un texto, un mensaje descifrado puede seguir siendo un enigma. Es precisamente por que sigue siendo un enigma que reclamamos una traducción más. Y esto ocupa a sus alumnos, a mí en particular, pero a muchos otros también.

Entonces, buscamos un metalenguaje; yo mismo también, porque quisiéramos quedarnos a nivel del significante, soñamos encontrar el significante que podría finalmente capturar al significante. Sólo la fatiga puede interrumpir esto; es el momento en que decimos: ¡ya es suficiente, tengo bastante! Y en el análisis, el final llega por cansancio. Un análisis es hacer la experiencia por excelencia de la fuga del sentido. El punto de capitón que encontramos finalmente cuando un análisis marcha hacia su conclusión, es siempre la satisfacción -es lo que señalé después de mi primer año escuchando los testimonios de pase. El pase, en el fondo, es siempre un testimonio de satisfacción.

Demos aún un pasito más en esta dirección, ya que no puedo desarrollar todas sus consecuencias. Aquí, lo real que aislamos es muy particular con relación a lo real que llega a situar el discurso científico. Porque en el discurso científico podemos decir que a lo real lo continúa un imposible que se demuestra por la necesidad. Y nosotros, al contrario, estamos en esta dimensión, a partir de la contingencia. Por que lo que tenemos en primer lugar en esos fenómenos del sentido es, precisamente, la contingencia. Todos los efectos de contexto son por excelencia el reino de la contingencia. Cuando Michael Bréal, titular de la primera cátedra de semántica de París, trataba de cernir la razón de las transformaciones de las significaciones -¿por qué una palabra que quiso decir una cosa pasa a querer decir otra?; ¿cómo aparecen locuciones nuevas?; ¿cómo esas locuciones mueren, caen en desuso?-, no podía más que constatar que eso es perfectamente excéntrico, que no podemos extraer ninguna ley de la gravitación del sentido o de la energía del sentido. Y por ello no podemos de ningún modo, como en la ciencia, esperar una fórmula del tipo de la de Newton para la gravedad o de Einstein para la energía, una fórmula que permitiría, finalmente, encerrar lo real de que se trata. En el psicoanálisis, a diferencia de la ciencia -es a partir de allí que Lacan, en efecto, opuso psicoanálisis y ciencia-, nosotros operamos siempre a partir de la contingencia. Precisamente, lo que debemos inferir no es que en lo real está escrita una fórmula, como puede hacerlo Newton; debemos inferir que en lo real, al contrario, hay una fórmula que no está escrita, la de la razón sexual. Dicho de otro modo, nosotros tratamos de situar un real a partir de la contingencia que remite a una fórmula no escrita, al hecho de que hay una fórmula no escrita, al hecho de que hay una fórmula que falta y que hace que el lenguaje continúe funcionando en infinito zigzag.

Entonces, nosotros nos proponemos como meta atravesar el fantasma. Habría que darse cuenta, primeramente, de qué útil que es el fantasma. Gracias, fantasma. Que el fantasma es, de todos modos, lo que en este zigzag infinito nos da un punto de capitón. Es gracias a la congelación del sentido que llamamos fantasma que algo nos sostiene y nos sitúa. ¡Afrontar lo real sin fantasma, no se lo deseo a nadie! Eso se llama, más o menos, la esquizofrenia. Cuando tiene un fantasma, incluso aunque esté loco de atar, alguien puede arreglárselas. Vean si no a Schreber.

El atravesamiento del fantasma consiste sin duda en darse cuenta y en cernir lo que hay de contingencia en lo real de lo que llamamos la historia.

Esto hace que sea delicado utilizar sólo el par significante y significado. Por otra parte, en el escrito al que hacía referencia, "La introducción a la edición alemana de los Escritos", la cual se encuentra en Scilicet nº 5, es impactante que Lacan haga toda una construcción sin utilizar la diferencia del significante y del significado, y que la reemplace por la pareja del signo y el sentido. Desvaloriza incluso explícitamente en el final de ese texto al término del significante -abrevio: "La lingüística fundó su objeto aislándolo con el nombre de significante". Dicho de otro modo: precisamente en el momento en que reflexiona sobre la fuga del sentido, desvaloriza el término de significante como siendo el objeto de la lingüística y justamente no el del psicoanálisis. Es como si en la dimensión del lenguaje la lingüística hubiera tomado la pareja significante/significado resaltando de alguna manera ese par, para razonar sobre los efectos de significación. Pero si seguimos ese camino, lo que no captamos es que hay producción de goce en el lenguaje.

Por ello Lacan sustituye la pareja significante/significado por la pareja del signo y el sentido. En el fondo, es como volver más acá de la diferencia del significante y el significado, lo cual permite pensar los efectos de significación pero independientemente de su valor de goce sexual. Es un modo de truncar el lenguaje, si pensamos el lenguaje a partir de su objeto perdido, es decir, el sentido. Por consecuencia, Lacan restituye como primer uso del signo del goce sexual. No como lo hacía para el significante con el efecto de significado -el primer uso del significante es el efecto de significado.

¿Y los sueños entonces? Los sueños -"vía regia del inconsciente", afirmaba Freud-, no se trata solamente de que haya que interpretarlos, sino que si hay que interpretarlos es por que están cifrados. Lo que debe interrogarnos, entonces, ¿es la significación a interpretar o el porqué del cifrado? Constatamos a partir del sueño que el primer efecto del inconsciente es cifrar, es darnos un mensaje cifrado. Por ello Lacan propone como definición del inconsciente la siguiente: el inconsciente es cifrado. Nos resulta necesario suponerle una satisfacción a este cifrado mismo; el goce está en el cifrado mismo.

Los discursos, incluido el discurso analítico, taponan esto. Lo que Lacan llama los discursos son las diferentes formas de taponar la fuga de sentido. En el discurso analítico el tapón es el analista. Y cuando salta el tapón, si el analizante ha llegado hasta hacer saltar ese tapón, no le resta sino volverse tapón él mismo.

Terminemos. Napoleón decía que en el amor el coraje es huir.

(Protestas en la sala)

-No es el coraje, ¿qué es?

Guy Granier: -¡Es la victoria, la victoria!, ¡la única victoria!: "en el amor, la única victoria es huir".

Y bien, en el psicoanálisis, sin duda, el coraje no es huir. El coraje es quedarse, hacer la experiencia de la fuga del sentido hasta testimoniar acerca de un real.

 
Versión castellana de Silvia S. Baudini, no revisada por el autor.
 
Notas
1- Freud, S., "La interpretación de los sueños", cap. VII, Obras completas, Biblioteca Nueva, Madrid, 1967, T. 1, pág. 531.